PEQUEÑA SEMBLANZA DE LA VIDA Y OBRA DEL GENIO TOLKIEN

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Se ha usado tanta tinta para abordar la vida y la obra de J.R.R. Tolkien, que habría podido colmarse varias veces el caudal del Brandivino a su paso por la Comarca. Prometemos no gastarla en esta humilde y somera aproximación.

Bloemfontein, Sudáfrica, noche del 3 de enero de 1892

Mabel llevaba días incómoda. La matrona decía que en una primeriza el trabajo de parto podía prolongarse durante horas, incluso días y que, por tal motivo, debía tener paciencia. Pero ella no veía el momento de desprenderse de tan terrible pesadez. El sofocante calor del verano austral no ayudaba a sobrellevar con el requerido estoicismo tan agotadora situación. Tampoco el hecho de que, ni durante las últimas semanas de cansancio atroz, había logrado soslayar las dichosas clases de holandés, esas que tanto aborrecía y que le hacían regresar con nostalgia a sus recuerdos allá en su Inglaterra natal.

Se levantó con torpeza de la silla y abrió la ventana. El día por fin declinaba y una leve brisa removía las ramas de los árboles. La postrera caricia del sol, que moría tras los cipreses, pinos y cedros con los que su marido había poblado el jardín, se posó en su rostro. Enjugó el sudor que perlaba sus sienes y finalmente descansó las manos sobre su abultadísimo vientre. Abominando de nuevo el yermo territorio que se extendía más allá de la ciudad y el implacable clima sudafricano, jugó a imaginar a su hija: ¿vendría al mundo sana? ¿sería flaca? ¿rolliza? Y, cuando creciera, ¿lograría inculcar en ella el amor por las lenguas? ¡Oh! ¿Y la botánica?, ¿le apasionaría la botánica?  

Su marido no sentía especial inclinación por ninguna de aquellas aficiones, pero sí por los paseos y la lectura. Quizás a la pequeña podrían leerle libros, como solían hacer entre ellos tras las largas caminatas que daban juntos cuando caía la tarde.

¡Ah! Arthur; ese joven enjuto y de poblado bigote que, huyendo de las imposiciones familiares que lo conducían a convertirse en vendedor de pianos había resuelto buscar fortuna como empleado de banca. Todavía recordaba con cariño el primer ascenso, no tan rápido como hubieran deseado. Pero la espera había merecido la pena: ahora era el gerente de la delegación del Banco de África en el país. Y, lo mejor del caso, era que podía atender sus obligaciones laborales desde el edificio contiguo a su hogar.

Como si pensar en él lo hubiera convocado a un secreto aquelarre de ideas peregrinas, escuchó los goznes de la puerta al abrirse. En un parpadeo estaba a su lado. Un beso en la mejilla, un leve abrazo.

– ¿Qué vamos a hacer con el nombre? – inquirió por enésima vez desde que supiera del estado de buena esperanza de su mujer.

Ella rezongó algo entre dientes, volviéndose.

– Rosalind es perfecto.

– Si es niño…

– Estoy absolutamente convencida de que será niña.

– Pero si es niño se llamará John, como mi padre.

– Por supuesto, querido. Pero será niña y se llamará Rosalind.

La risa que esbozara Mabel se diluyó cuando una contracción más insufrible que el peor dolor de muelas la dobló por la mitad. Unas horas después tenía en brazos a su primogénito.

-Así que una niña… Un niño, ¡un niño! ¡Mi pequeño John! -Arthur no dejaba de repetirlo, cual letanía.

– John y, ya que no puede ser Rosalind, será Ronald.

-Siempre y cuando lleve mi segundo nombre -exigió Arthur yéndose arriba.

Ella arrugó la nariz y negó despacio.

-¿John Ronald Reuel?

– ¿Por qué no?

Mabel, tras cavilar un instante, suspiró.

– Es tan largo que tendrá que idear la manera de firmar bajo ese apelativo.

Ni Mabel ni Arthur llegarían a saber que acababa de ver la luz J.R.R. Tolkien, uno de los grandes genios de la literatura contemporánea, el padre de la alta fantasía moderna (concedámosle a Homero la paternidad del género en términos absolutos).

El Silmarillion, Libro de J. R. R. Tolkien
El Silmarillion, Libro de J. R. R. Tolkien

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Que no cunda el pánico. No son sacrílegas ni inducen a la apostasía estas humildes líneas. Pero en la medida en que el amor y la fe marcaron la vida del genio, es preciso abordar, aun cuando sea a grandes brochazos, las figuras de Mabel Suffield, de Edith Mary Bratt y, de paso, del padre Francis Xavier Morgan. Tres pilares sin los cuales Tolkien no hubiera existido en términos literarios. No semblará exagerada tal afirmación tras saber más de ellos.

Mabel Tolkien (1870 –1904), de soltera Mabel Suffield, fue, sin ningún género de duda, la persona más influyente en la vida del Profesor.  Descendiente de una familia de orfebres y plateros, papeleros y libreros, era una mujer instruida: sabía latín, francés, alemán, pintaba y tocaba el piano. Le apasionaba la botánica y la caligrafía. Existen, de hecho, cartas que le dirigía a su suegra en las que apreciamos caracteres que inspirarían a Tolkien al diseñar las letras del alfabeto élfico que tanto nos fascina.

Siguió a su marido (entonces prometido) hasta Sudáfrica, donde, como hemos visto, no acababa de encajar: la canícula, los horizontes solitarios, la ingente cantidad de horas que pasaba sola. Así que, tras nacer su segundo hijo y, convencida de que el clima inglés mejoraría la salud de un enclenque John Ronald Reuel, que enfermaba con cierta frecuencia y que había sufrido incluso la traumática picadura de una tarántula en el jardín de la casa familiar (¿inspiró la horrible Ella la Araña, quizás?), decidió regresar a Inglaterra mientras Arthur se quedaba en Sudáfrica bajo promesa de reunirse con su familia a la mayor brevedad posible. Pero murió a causa de una fiebre reumática apenas un año después, de manera tan repentina que, Mabel, con dos hijos pequeños y viéndose sin ingresos, se vio empujada a vivir de la caridad de sus parientes. Se afincó primeramente con su familia materna en Birmingham, para después mudarse a Sarehole y más tarde a Worcestershire.

Mabel había sido hasta ese momento la encargada de educarlos. De regreso a casa no cesó en tal tarea. Y, toda vez que Ronald era un alumno especialmente aplicado, adquirió pronto notables conocimientos botánicos y aprendió las bases del latín. Tan avispado era el muchacho que comenzó a leer a los cuatro años y a escribir poco después. De hecho, la caligrafía cuidada y ornamentada de Mabel influyó de manera notoria en la escritura del joven Tolkien y determinaría la grafía del sindarin y otros idiomas inventados por el Profesor que, entre lección y lección, gustaba de perderse por el cercano bosque de la turbera de Moseley, los molinos, las colinas… y visitar la granja de su tía, «Bag End» (Bolsón Cerrado, qué curioso)

Parecía que la monoparental familia Tolkien comenzaba a levantar cabeza. Pero he aquí que Mabel decidió convertirse al catolicismo. Su familia, baptista, decidió retirarles el paraguas económico. Las estrecheces causaron estragos y, si bien los niños nunca dejaron de recibir una educación exquisita, no sabemos qué habría sido de ellos sin la providencial aparición en sus vidas del párroco del oratorio de Birmingham, el padre Francis Morgan (1857-1935).

Nacido en El Puerto de Santa María, pero educado en Inglaterra, era un hombre culto, con una formación distinguida. Daba clases en la escuela del oratorio, pero su inclinación pastoral lo llevó a ejercer sus funciones principales en una parroquia regida por los filipenses. Fue allí donde conoció a una viuda convertida al catolicismo que acudía a él en busca de consuelo espiritual acompañada por sus dos hijos pequeños.

Corría el año 1900 y Mabel había matriculado a Ronald en la prestigiosa King Edward’s School de Birmingham. Las cosas comenzaban a funcionar. Pero en 1904 Mabel fallecía a causa de complicaciones derivadas de la diabetes que padecía. Ronald tenía trece en aquel momento y se había quedado solo con un hermano dos años menor que él. Esa muerte volvió a marcar su destino. El padre Francis se convirtió en tutor legal de los dos chicos y, aunque los medios que legó Mabel para la crianza de los niños eran ínfimos, el religioso los complementó en secreto con dinero procedente de su parte del negocio bodeguero que su familia poseía en Cádiz.

Se produjo entonces el tercer y decisivo giro en la vida de Tolkien. Después de vivir junto a su hermano en la casa de una tía que había consentido en alojarlos y, habiendo resultado la convivencia desastrosa, el padre Francis les consiguió alojamiento en la pensión de la señora Faulkner, justo al lado del oratorio. Allí, Ronald, de 16 años, conoció a Edith Bratt (1889-1971), de 19, de la que, al parecer, se enamoró inmediata y perdidamente.

Edith se convirtió de inmediato en parte de su vida. También huérfana, apasionada del piano y de la música. Ambos necesitaban afecto, podían proporcionárselo mutuamente. Resulta del todo natural, comprensible, por su carácter, por la precaria situación emocional en que los había colocado la orfandad y la ulterior crianza a manos de personas ajenas a sus familias, que entre ellos floreciera un romance intenso, inquebrantable. Mas no exento de dificultades.

Para empezar, el padre Morgan, escandalizado por la diferencia de edad, por el anglicanismo de Edith, temeroso de que un amorío distrajera a Ronald de sus estudios universitarios de Filología Inglesa en Oxford, trasladó a los hermanos al hogar de una devota familia católica. Y Ronald, el alumno brillante, el joven de principios, el incipiente hombre de palabra, obedeció al pie de la letra la orden de su mentor y tutor, que le prohibió volver a ver a Edith hasta que él fuera mayor de edad.

Y aquí nos topamos con una historia de amor de las que solo se habla en los libros: la misma tarde del día de su vigésimo primer cumpleaños, Ronald escribió una carta a Edith para declararle su amor y preguntarle si deseaba casarse con él. Resultó que ella, en el convencimiento de que la había olvidado, se había comprometido con otro. Pero no pudieron resistir el impulso de verse, aunque fuera una última vez. Se reunieron bajo un viaducto de ferrocarril. Los puentes, los trenes, el vapor, las traviesas… el encuentro debió ser desaforadamente romántico. Edith rompió su compromiso y pasaron por el altar el 22 de marzo de 1916.

Pero no todo fueron fanfarrias y arrumacos. Que él la hubiera obligado a convertirse al catolicismo, fue motivo de fricción durante toda su unión, que tuvo sus altibajos por esos y otros tantos motivos. Con todo, en los casi 56 años que duró, la influencia de ella en su visión del mundo y sus obras resulta incontestable.

Smaug tendido sobre el tesoro de Erebor, El Hobit
Smaug tendido sobre el tesoro de Erebor, El Hobit

EL PRODUCTIVO DESCANSO DEL GUERRERO.

Tenemos a Ronald recién casado y graduado con honores gracias a su constancia y elevado intelecto, amén de la constante monserga del padre Francis. Pero la Primera Guerra Mundial asolaba Europa y, a los tres meses de la boda hubo de embarcarse hacia las trincheras del Somme. Por suerte duró poco la aventura: contrajo la conocida como fiebre de las trincheras y en noviembre del mismo año regresó a Inglaterra. Por desgracia, lo hizo enfermo y marcado por la impresión.

Para ese entonces Tolkien ya había logrado publicar un poema, La batalla del Campo del Este. E, inspirado en él, había escrito El viaje de Eärendel, la estrella vespertina, que narraba el viaje por el cielo del marinero Eärendel. Pero fue durante su hospitalización y posterior convalecencia junto a Edith en una cabaña en Staffordshire, cuando su desbordante imaginación comenzó a definir y plasmar una idea que lo acechaba desde la adolescencia: echando en falta una mitología propia para Inglaterra, decidió escribir mitos y leyendas sobre la Tierra Media, asimilándola a su país. Inició El libro de los cuentos perdidos (1917) con la redacción de La caída de Gondolin y Los hijos de Húrin, poemas que, prosificados, se convirtieron en la base de las historias más conocidas de El Silmarillion.  

Se cuenta que, más tarde, cuando recibió el alta y habiendo sido destinado a Kingston, de paseo por los bosques de la cercana Roos, Edith comenzó a bailar para él en el claro de una arboleda, rodeada de flores blancas. Esta escena, tan vívida y hermosa, inspiró la redacción del encuentro de Beren y Lúthien, uno de los pasajes más bellos nacidos de la pluma del Profesor.

La naturaleza, las lenguas, la fe, su madre, su esposa, la guerra. Todo empapó su poesía y su prosa. Pero todavía quedaba un paso: publicar sus grandes obras. El impulso, el detonante, quien empujó a Tolkien a dar visibilidad a una cosmogonía tan singular como extensa, el que contribuyó a fijar su legendarium en el imaginario colectivo, quien motivó que hoy no podamos concebir la alta fantasía sin El hobbit y El señor de los anillos, no fue otro que C.S. Lewis (1898-1963).

J. R. R. Tolkien en años 1920
J. R. R. Tolkien en años 1920

EL CATALIZADOR. O CÓMO TROPEZARON NARNIA Y LA TIERRA MEDIA.

Tolkien y Lewis se conocieron en Oxford, en 1925, donde ambos compartían la profesión de filólogos. Tal encuentro fue providencial y trascendental para el futuro de las obras del primero. Apoyo y amigo entregado, se convirtió en su oyente más fiel. A él le recitó los primeros esbozos de El señor de los anillos y, aun cuando nunca estuvo totalmente convencido de que sus historias pudieran tener un mínimo éxito, acabó sucumbiendo a la insistencia y buen ánimo de Lewis. Tanto fue así que, en 1937, persuadido por su amigo, publicó El hobbit. La historia, que había nacido como un cuento infantil para sus hijos, entusiasmó a la editorial George Allen & Unwin. Se convirtió en un gran éxito al ser bien acogido no solo por niños, sino por un público adulto que no sabía en aquel momento que estaba dando espaldarazo a un autor que cambiaría para siempre la forma de leer y vivir la fantasía.

Animado por tal circunstancia, presentó El Silmarillion a la misma editorial. Pero en aquella ocasión sufrió un revés: el manuscrito fue rechazado por resultar, según el inclemente juicio de aquella, demasiado oscuro, excesivamente céltico. A cambio le pidieron que escribiera una secuela El Hobbit y, aun cuando nunca abandonó su idea de dar visibilidad a El Silmarillion, tras la negativa a publicarlo conjuntamente con esa continuación (tal era su idea inicial) se centró en desarrollar y culminar El señor de los anillos, que publicaría 16 años después y sería otro éxito rotundo.

Durante aquellos años la relación con Lewis sufrió numerosos altibajos. No solo enfrió su relación la Segunda Guerra Mundial, la decisión del padre de Narnia de contraer matrimonio con una presbiteriana divorciada supuso para Tolkien, para ese entonces convertido en ferviente católico, un revés que lo alejó del que había sido su amigo y apoyo durante tantos años. Se dice incluso que la admiración nunca fue recíproca. Más allá de la amistad, Tolkien consideraba que Lewis tenía una prosa más plana que la suya, un universo ficticio bastante ilógico y que ofrecía un mensaje demasiado superficial. A cambio Lewis ofrecía verdadera devoción por sus obras y jamás dejó de afirmarlo y animarlo a publicar.

Lewis falleció relativamente pronto, cuando apenas había cumplido los 64. Y Tolkien, huérfano de amistad incondicional, reconoció que, si bien a nivel creativo hubo una frialdad deliberada por su parte, siempre fue un gran apoyo y sintió un gran afecto por él.

A partir de entonces Tolkien se centró en intentar terminar El Silmarillion, su gran obra, su proyecto más querido. Pero era una tarea inabarcable y las ocupaciones personales y académicas dificultaban sobremanera la labor. Finalmente fue recopilado y publicado por su hijo Christopher en 1977. Hoja de Niggle, Egidio el granjero de Ham, Las Aventuras de Tom Bombadil… estas y otras obras escritas entre 1925 y su muerte, fueron publicadas poco a poco, gracias a la constancia de este último, que no dejó de recopilar y corregir los escritos de su padre.

Hablábamos al comienzo de este artículo de la innegable influencia de Mabel, Edith y el padre Francis en su vida. Es gracias a Lewis que la maquinaria editorial se puso en marcha para favorecer el nacimiento de Tolkien y su obra a la vida pública. Pero es de recibo reconocer y agradecer, para finalizar, el esfuerzo y constancia de Christopher en pos de la publicación de las obras completas del Profesor, fallecido el 2 de septiembre de 1973 en Bournemouth, Reino Unido.


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Esther Cabrera
Redactora | + posts

Esta entrada tiene un comentario

  1. FRANKY

    Sí, señora.
    Unos brochazos que despertarán el interés de alguno por ir un poco más allá del canon tolkienano, espero.
    Siempre me
    ha cabreado la idea de que el Silmarillion es un texto oscuro y enrevesado, cuando resulta todo lo contrario: me cago en las editoriales

    (5/5)

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