Relato de Carlos Ruiz Santiago (Instagram: @darko06 – Twitter: @OneWingedDarko)
La noche lo despertó con gritos congelados en el aire. El hombre, ya prácticamente vestido en su cama, agarró la escopeta y bajó las rechinantes escaleras.
Uno protege lo que es suyo, lo defiende de los intrusos. Era un instinto básico de la vida: perdurar y hacerlo con la mayor holgura. Últimamente eso había sido especialmente difícil.
Atravesó el salón, después la cocina. La luz de la luna llena entraba por las ventanas como selénicas patas de una monstruosa araña, iluminándolo todo con una espeluznante luz espectral que llenaba toda la casa de un brillo antinatural. Se había escuchado ruido, algo chirriante, algo horroroso. Esa comuna de hippies malolientes de ojos perdidos que se había asentado no muy lejos de allí y que lo estaba volviendo loco. Todo problemas, todo molestias, aún sin entender por qué la policía no los había echado a palos de allí. En realidad, sí que lo entendía. Si uno quería hacer las cosas bien, había de hacerlas uno mismo.
El hombre salió de su hogar y una ráfaga fría como de aliento de monstruo le golpeó en el pecho descubierto. Normalmente no hacía tanto frío. Era como si algo se hubiese comido la misma vida que podía flotar en el aire, como si el mundo de pronto ya no fuera lugar idóneo para prosperar. Con paso resulto, se dirigió a la alberca de los cerdos.
Estaba harto, harto de cánticos a media noche, de esas actitudes furtivas como si siempre tuvieran alguna maldad pululando tras el brillo de sus ojos bovinos. Esos malditos hippies, siempre tramando algo, el cerebro devorado por las drogas experimentales y ancestrales que les hacían ver a los mismos demonios del infierno y sonreír ante ellos, cosa que era incluso peor.
Se habían asentado en la arboleda cercana, como las bestias. Sin agua corriente ni electricidad, solo sus cantos a la luna y sus bailes frenéticos. Habían montado un templo, él lo había visto de reojo cruzando por la carretera con su camioneta de camino al pueblo. Tiendas de campaña alrededor de una bazofia que habían construido. Una mierda pagana, un amasijo de madera y paja con joyas reluciendo sobre una roca plana, la vaga forma de un ser humano en aquel fetiche maloliente. Era una de esas cosas sin cara que uno siente que no le quitan el ojo de encima. Basura demoniaca, corrupta y oscura con la que él solo tenía que lidiar.
Sin embargo y para su desgracia, ya lo tenía muy claro. Si habían entrado en su propiedad, los iba a matar, los iba a matar a todos. Tenía cartuchos de sobra y mucha gasolina para la camioneta. Le bastaba y le sobraba. La luna brillaba con un aire fantasmagórico que, de algún modo, lo hacía sonreír. No era mal día para derramar sangre.
Se internó en el recinto de sus cerdos cuando un fuerte olor a óxido lo recibió, algo desagradable mezclado con el agrio hedor de la comida medio digerida, fruto de unas tripas al aire libre. Sus cerdos estaban muertos, todos ellos. Miles de dólares a la basura en un abrir y cerrar de ojos, la gélida luna como único testigo.
Los animales estaban troceados, desmembrados con la furia salvaje cuya fuerza es inalcanzable por los hombres y cuya demencia es inconcebible para las bestias. Cabezas arrancadas de cuajo, estalladas contra las paredes, estómagos abiertos, piernas mordisqueadas de huesos rotos y asomados al aire libre. Era imposible que hubieran muerto todos sin que él se enterase. Eran criaturas ruidosas ya de por sí y todas habían muerto. Era imposible, era completa y absolutamente demencial.
En una esquina había alguien. Al principio, no la había visto, pues estaba inmóvil y tan cubierta de sangre como el resto de cosas allí. Sangre ajena, casi seguro. Era una mujer completamente desnuda, de pelo como las masacres y piel como el refulgir de las estrellas. Estaba sentada en el suelo, entre huesos e intestinos, balanceando la cabeza hacia derecha e izquierda con suma lentitud, como si la droga la hubiese hecho perder el norte. Putos hippies.
Él apuntó directamente a la cabeza. Como si lo hubiese sentido, la chica lo miró. Sus ojos eran plata fundida, eran acero arcano y fulgurante, orden divina y diabólica propuesta. El hombre vaciló.
—¿Quién eres? — gruñó al fin, con menos autoridad de la que le hubiese gustado.
—En un lugar donde el viento silba y la luna nunca se va, — comenzó a entonar la mujer con una suave voz algo pastosa, como si hiciera mucho que no hablase— crece el miedo conforme el viento sube…—
—¡Déjate de mierdas! — respondió, su ira recobrando fuerza— ¿Qué coño has hecho, cacho puta? ¿Dónde está el resto de hippies cabrones?
—… Las hojas del oscuro bosque danzan sin más. Y la gente baila y se besa y la hacen despertar… — continuó cantando.
—¿De qué coño hablas, puta drogata? — Los brazos temblaban, la escopeta se agitaba ostensiblemente.
—… Vieja como el anochecer y bella como el amanecer, ella es todo lo que quiero yo. Las madres esconden a sus hijos, y ellos se escapan para bailar un poco más…—
—Maldita loca psicópata — soltó entre dientes, el rostro muy rojo, las venas marcadas.
—… Mas a una copa la han de invitar, si el éxtasis quieren alcanzar. Algo dulce, dice ella sin más, rojo como el fuego y terrible como el amar…—
El hombre ya no habla, no puede, pensamientos rojos le inundan, las palabras se le atragantan en una boca llena de esputos. Sus cerdos, su dinero. Esos malditos hippies, malolientes y asqueroso. Esos malditos cabrones.
—… Ansiosos con sus manos la guían hasta el banquete real. Los otros no lo ven igual, bruja y diabla claman detrás. Y eso a la dama hace llorar…—
Inútiles, país de vagos y libertinos descontrolados. Si uno quiere hacer algo ha de hacerlo uno mismo. Como se ha hecho siempre. A sangre y hierro, como mejor entran las leyes.
—… Todos olvidado habían ya…—
El hombre disparó la escopeta. El tiro rebotó en el metal del redil con un sonido sordo. En un instante, la mujer estaba allí y en otro se había desvanecido con la bruma.
Un crujido detrás de él. El hombre se dio la vuelta de inmediato. Antes de que pudiera hacer nada, su escopeta había sido agarrada por la presa de hierro de los finos y largos dedos de la chica, cuya sugerente figura tenía ahora justo a su lado. Sus ojos de inhumano brillo lo observaban directamente, una expresión perpleja en su rostro femenino.
Algo imposible era, algo hecho de polvo de estrellas y semen de demonios era aquella mujer. El hombre estaba congelado, tanto era así que no opuso resistencia cuando la chica le apartó la escopeta y se acercó tanto que podía beber su aliento con olor a carne cruda. La mujer le susurró lo que quedaba de canción.
—…Y es que a las damas jamás has de hacer llorar, pues nunca sabes que lobo hay tras la engañosa luz de la luna albar, que hace creer a los hombres que tienen alguna oportunidad.—
Él tampoco gritó. Nadie lo hace. Nunca.
Cuando la luna desapareció, la comuna también.
Tras ellos, solo sangre.
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Weird Tales vuelve a la vida!!! Albricias!!!
Me has dejado k.o.
¡¡Qué grande eres!! 🙌🏼🙌🏼🙌🏼
Una pasada
Me ha dejado flipando. A la vez sabes y no sabes qué va a pasar. ¡Ole!
Buenísimo!
Maravilloso y macabro.