Relato de María José Bravo Moñino
—Tic—
Respiro. Mis ojos van desde volver a mirarme los zapatos hacia el reflejo que me ofrece la gran cristalera que hay enfrente.
—Tac—
Su tren va a llegar ya…
¿Le gustaré? No, no debería pensar eso. Sólo ha venido a conocerme, pero…
—Tic—
Esto es una locura. Está a punto de bajar del tren. Voy a tropezarme, seguro, con lo patosa que soy. O peor, se me liará la lengua y haré el ridículo. Tengo miedo. Y nervios, muchísimos.
—Tac—
¿Y de qué hablo con él? Dijo que le gustan hasta los silencios en los que nos vemos el alma en los ojos, pero es tan culto en tantos temas que voy a quedar como una pardilla a su lado.
—Tic—
El tren se oye llegar, va frenando y yo me vuelvo tan pequeña que cualquiera podría pisarme y no darse cuenta. Apuesto a que el carmín que colorea mis labios se ha impregnado en la mascarilla, dejándome la boca como la de un payaso. Quiero esconderme. Me falta el aire.
—Tac—
No le veo entre la gente. No quiero apartar la vista, pero permanezco atenta al móvil. Seguro se lo ha pensado mejor y no quiere verme. Y si no quiere verme, tampoco me escribirá al móvil. Y ahora, ¿qué hago yo aquí sola? Estúpida. Por hacer con ilusión un cartel con su nombre en clave, para sacarle una gran sonrisa, la misma que engrandece la mía al ver esos hoyitos que se le forman en las mejillas. Significa tanto verle, todo lo que he pasado, todo lo que estoy logrando, lo que estoy viviendo…
—Nereida… Date la vuelta, que ya estoy aquí.
Lágrimas en los ojos. Sus latidos en mi pecho. Sueño cumplido.
—No me sueltes de este abrazo, Guerrero. Déjame saberte real.
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