En “un puñado de castañas” entramos en un mundo que se nos presenta fragmentado, lleno de misterio y ritualidad, para asistir al recuerdo y sacrificio en honor Tonauac Uakalotake, un héroe legendario.
Disfruta de esta historia rica en mitología y creencias donde el sacrificio, la devoción y la diversidad cultural sirven de mirada a la relación entre el ser humano y lo sagrado y cómo esta moldea nuestra percepción del mundo.
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UN PUÑADO DE CASTAÑAS
por Javier González García
Los peldaños que conducen al santuario están bañados en la sangre de los sacrificios rituales del día anterior. A esta hora tan temprana, el sol invernal todavía no ha salido y el hielo rojo resbala tanto o más que el azul. Madry me ha perforado las suelas de los botines con clavos. Con cada paso siento pequeñas punzadas gélidas al apoyar las partes del pie en las que el calcetín está agujereado sobre las cabecitas metálicas.
Huele a azúcar, como en la pastelería de Ilona, pero cuando trago saliva me sabe a hierro, como en la forja de Patryk. Madry asegura que algún día me acostumbraré a los ríos de sangre que los chamanes del gigante Ytr vierten desde el altar que corona la colina del santuario. Hoy no es ese día. Siento que tengo una babosa en la barriga que solo voy a ser capaz de expulsar con arcadas.
Al menos la ofrenda que traigo hace que no se note lo mucho que me tiemblan las manos. No es que una patata con un cráter de podredumbre pese mucho, por no decir nada en absoluto, pero a diferencia de otros años, en los que hemos traído flores o incluso yerbajos, a una patata la puedo apretar todo lo que quiera con las manos sin riesgo a que llegue estropeada al altar. Madry dice que solo subimos al santuario de madrugada porque es la hora en la que él murió, pero en el fondo yo sé que le da vergüenza venir durante el día y que las demás familias del pueblo vean que apenas llegamos a esta fecha con alimentos de sobra para ofrecer a la memoria de nuestro salvador.
Aunque el horizonte ya ha empezado a resplandecer con los primeros atisbos de la salida del sol, todavía es la Luna Rota quien ilumina nuestros pasos desde lo alto de un cielo despejado. Fragmentos de roca blanca con los bordes serrados despuntan por encima de las copas del bosque de abetos y sauces que reviste el cerco de montañas en torno al pequeño pueblo de Walenty. Desde aquí arriba, con solo un trecho de la escalinata que serpentea alrededor de la colina sagrada por delante para alcanzar la cima, mi hogar parece diminuto. ¿Todas las casas, templos, tiendas y lugares que he visitado, toda la gente que he conocido desde el día que nací? Un puñadito de tejados de paja y chimeneas humeantes en lo más hondo de un valle olvidado en las profundidades de Zerembyr.
–¡Bozska, deja de mirar a las musarañas! –apremia Madry, varios peldaños por delante, y al fruncir el ceño se le desprenden copos de escarcha de las cejas–. Venga, que ya queda poco…
–¡Sí, Madry! –exclamo, obediente, y reanudo la marcha.
Unos minutos más tarde por fin llegamos a la cima de la colina. El santuario de Ytr es un edificio que siempre me ha parecido bonito en su simplicidad: un pórtico arquitrabado de granito engastado en el montículo que alberga la capilla abovedada donde reside el primer gigante. Si una persona cualquiera, como Madry o como yo, encontrase la forma de atravesar las puertas selladas por múltiples cerrojos, tanto mecánicos como mágicos, solo encontraría una estatua de piedra de Ytr de varios metros de altura. Solo los chamanes más experimentados son capaces de llevar a cabo los rituales necesarios para despertar al gigante de su letargo pétreo y comunicarse con él.
Pero cuando el gigante despierta, lo hace famélico, igual que un oso después de haber hibernado durante todo el invierno. Por eso es nuestro deber, y también nuestro privilegio, mantener el santuario aprovisionado a base de numerosas ofrendas durante las estaciones frías.
Madry me guía hasta la mesa de piedra que sirve como altar para degollar el ganado que ofrendan las familias más pudientes del pueblo. La plancha de granito está revestida del mismo hielo escarlata de la escalinata que Madry y yo hemos resquebrajado con huellas punzantes. El resto de ofrendas: bordados, obras de alfarería y orfebrería, alimentos cocinados u hortalizas se dejan en el suelo en torno al altar ensangrentado. Madry se arrodilla en el ínfimo hueco entre una corona de flores marchitas y el cadáver de un carnero al que se le ha congelado la gelatina de los ojos, los cuales tiene tan abiertos como en el momento en que un cuchillo le rebanó el pescuezo.
–Voy a rezar mis oraciones para Ytr, en cuyas pisadas se alce el reino de los hombres –recita, y hunde la mano en uno de los bolsillos de su czamara para extraer del interior una patata un poquito más grande que la que yo traigo–. Sabes a dónde dirigirte para rezar las tuyas, ¿verdad?
Asiento en el silencio solemne que considero que merece este lugar sagrado. Es difícil reconocer el gesto bajo las bufandas que Madry lleva enroscadas en torno a la cabeza, pero esboza una sonrisa orgullosa.
–Buena chica, Bozska –dice, y agacha la mirada para empezar a murmurar los versos de la saga de Ytr, primero de los gigantes.
La dejo para empezar a rodear el montículo del santuario, procurando pasar lo más cerca posible de las antorchas encendidas que, clavadas en el suelo, proporcionan algo más de luz que los pedazos de la Luna Rota, pero sobre todo, mucho más calor. No me detengo hasta que la otra estatua de este recinto sagrado, la que está a la intemperie en la parte trasera del santuario, emerge de entre las briznas heladas del montículo.
No es de un gigante, aunque tenga la estatura de uno.
El rostro esculpido en granito de cuyas facciones penden carámbanos de hielo pertenece a un muchacho que tiene la nariz, labios y orejas perforadas por joyas de obsidiana. En la Lágrima, el continente donde nació, los chicos también llevan collares y pendientes, no solo las chicas. A mucha gente del pueblo, sobre todo a los más ancianos, les pareció una blasfemia erigir la estatua de un extranjero en el mismo recinto en el que rendimos culto a Ytr. Pero a todos los demás les pareció que era lo mínimo que podíamos hacer por Tonauac Uakalotake después de que él diera la vida para salvar a todos los reinos del Mundo Fragmentado del azote de las arañas.
Las ofrendas para el monumento a Tonauac siempre son más escasas que las que el pueblo deposita en el altar de Ytr, pero Madry y yo siempre tratamos de contribuir a ambas. Porque quedarnos sin dos piezas de la cosecha al año en vez de una sola es un sacrificio ínfimo comparado con el que Tonauac hizo por nosotras sin esperar nada a cambio.
Por eso la segunda patata que traemos, la que yo tengo en la mano, es para él.
Y se me cae al suelo…
Porque al enfilar la estatua del más magnífico de entre los héroes errantes advierto que no estoy sola. Una figura encapuchada está sentada de piernas cruzadas frente al pequeño pedestal sobre el que se apoyan los pies descalzos de la escultura. Una larga capa deshilachada la protege del viento gélido que mece los pliegues de la prenda. Lleva una vara al hombro, rematada en un paño anudado al extremo para formar un hatillo.
Parece ensimismada en sus pensamientos; no repara en los crujidos de los pasos con los que he dejado huellas en la escarcha para llegar hasta aquí, pero sí vuelve la cabeza cuando escucha el impacto de la patata congelada que se me resbala de entre los dedos y golpea una de las piedras engastadas en la hierba para hacer un sendero. Una bufanda parecida a la de Madry le tapa la mayor parte de la cara, pero la piel que rodea unos ojos del mismo violeta de las flores que algún vecino ha ofrendado a Tonauac es de color azul.
Empiezo a tiritar, y no es por tener frío. Es un elfo de Iorska.
–Se te ha caído algo –señala, con una voz femenina férrea, sí, pero no malvada. La voz de una guerrera. No me atrevo a romper el contacto visual con ella, así que añade–: Con este frío no va a coger bichos, pero igual se te mancha, ¿no?
Ese recordatorio es un papirotazo directo a la punta de la nariz. Madry tardó horas en decidir qué dos patatas escoger como ofrendas. Me parece sacrílego dejar que tanto esfuerzo se vea menospreciado por el barro en el que la escarcha convierte la tierra cuando sale el sol. Así que, muy a riesgo de que las historias que susurran los niños del pueblo sean ciertas y esta elfa vaya a raptarme para convertirme en la esclava del rey brujo del bosque, me agacho para recoger la patata. Yo sigo aquí cuando me vuelvo a poner de pie, ella sigue sentada frente a la estatua.
–¿Qué es eso –inquiere, con un tono amigable–, un regalo para Tonauac?
Asiento, incapaz de separar los labios para articular palabras. Me llevo un dedo a ellos para comprobar que no me los ha cosido con un hechizo.
–Tráeselo –dice, y ya sea por miedo o por arte de magia, obedezco como si la orden me la hubiera dado Madry.
A medida que me acerco los pulmones se me encharcan con el aroma que desprende la elfa. La gente azul de los bosques de Iorska no necesita perfumes para enmascarar el sudor y la mugre del camino; algunos vecinos veteranos de la leva aseguran que los elfos huelen a flores bañadas en rocío incluso en el fragor del combate. Procuro no volver a entablar contacto visual mientras me postro para depositar la patata congelada entre las demás ofrendas apiladas en torno a la base de la estatua. Pero por el primero de los gigantes, siento la mirada de la elfa clavada en mí como el destello metálico de la punta de una flecha tensada en un arco que apunta hacia mí.
Una vez de rodillas en el suelo de piedra, ignoro el escalofrío que me produce sentir las rodillas mojadas a través de los parches del pantalón remendado. Entrelazo los dedos de las manos para rezar mis oraciones.
–Tonauac no le rezaba a Ytr –apunta la elfa, pasado un minuto de silencio.
–El primero de los gigantes reconoce la valía y el sacrificio de todos los hombres del Mundo Fragmentado sin importar dónde hayan nacido o a qué otras deidades recen –respondo, sin abrir los ojos.
–Ah, ya, claro… –asiente la elfa, con un tono que empieza a rozar lo burlón. Parece tener medido cuánto tiempo tiene que esperar antes de volver a hablar para interrumpir mis oraciones–. No es por buscarle más pegas a esto, que de verdad, me parece un gesto muy bonito por tu parte, pero creo que a Tonauac no le va a gustar la ofrenda que has traído.
Esta vez no puedo evitar abrir los ojos e interrumpir el rezo para encarar a la elfa sentada a mi lado con el ceño fruncido.
–¿Por qué no? –inquiero, igual de ofendida que de extrañada.
–Nunca le gustaron las patatas, y eso que era del continente del que salieron –se carcajea la elfa, encogida de hombros–. Siempre prefirió asar castañas.
Pestañeo, estupefacta, y me relamo los labios agrietados por el frío antes de atreverme a formular palabras con ellos.
–Usted… ¿lo conocía?
Cuando la elfa asiente siento que la babosa que tenía en el estómago acaba de usarlo para saltar a la comba.
–Pero –farfullo, entumecida–, ¿cómo?
La elfa deja que la pregunta quede suspendida en el silencio helado durante el que el aliento que escapa por entre la lana trenzada de mi bufanda forma vaharadas algodonadas. No es a mí a quien mira cuando responde, sino a los ojos de piedra y sin pupilas talladas de Tonauac.
–El día que murió hacía mucho más frío que hoy…
De acuerdo con los cantares, Tonauac murió en el Glaciar, el páramo de hielos árticos que delimita el norte de los mapas del Mundo Fragmentado. Cae de cajón que en un lugar así, donde incluso el mar se cristaliza en icebergs capaces de rasgar el casco de un galeón con la facilidad con la que un cuchillo pela la monda de un fruto, hiciera mucho más frío que en Walenty. Pero la forma en que lo dice, como si lo supiera a ciencia cierta, como si…
Hubiera estado allí.
Me pongo de pie de un salto, con el corazón desbocado en cada uno de los puños que aprieto hasta sentir las uñas clavadas en las palmas a través de las manoplas. La elfa permanece inmóvil, como si ella también fuera una estatua, solo que labrada en piedra azul.
Tonauac Uakalotake viajó a los confines del mundo para derrotar al Duque de las Arañas, y si bien el golpe de gracia fue suyo, no luchó solo. Lo hizo acompañado de aventureros de los que no hay estatuas en lugares de culto, pero no por ello son menos conocidos a lo largo y ancho del Mundo Fragmentado. Kayro Yane, el homúnculo que mató a cien arañas en una sola noche; Usur Drokkan, el arquero capaz de derribar a tres pájaros del cielo con la misma flecha; Murf Jalork, la goblin capaz de invocar a los monstruos más aterradores que acechan al otro lado del velo que separa este mundo de los demás…
Polyra Homnari, la guerrera elfa que rompió el escudo del arconte de Lorakon a golpes de Granizo, su martillo de guerra encantado.
Recorro la vara que la elfa tiene apoyada en el hombro con una mirada ansiosa. El corazón late cada vez más rápido a medida que me acerco al hatillo anudado en el extremo. No hace falta mucha tener imaginación para darse cuenta de que la cabeza de un martillo de guerra podría estar disimulada como un hatillo sobrecargado. Pero cuando un resplandor azulado parece parpadear al otro lado del tejido harapiento, y los pliegues se empiezan a recubrir de escarcha a ojos vista, siento que lo que me late en el pecho es, en realidad, el envite de la cabeza de un ariete.
–¡Bozska! –exclama la voz de Madry, desde el otro lado del montículo–. ¿Por qué tardas tanto?
Es un segundo; no, menos que un segundo. Vuelvo la mirada hacia la silueta embutida en pieles, abrigos y bufandas de Madry. Acto seguido la devuelvo a la estatua de Tonauac, donde ya no hay nadie sentado a mi lado. Parpadeo, estupefacta, y no sé muy bien qué es lo que espero que pase cuando hago un aspaviento con el brazo. No choca con nada, así que la elfa no se ha hecho invisible por arte de magia.
Ha desaparecido, ¿o es que nunca estuvo aquí?
–¡Venga, date prisa! –increpa Madry, mientras se frota las mangas del abrigo–. Todavía tenemos que llegar a casa y dar de comer a los animales.
Doy un paso hacia ella, aterida por una confusión que se disipa como una bocanada de humo en cuanto algo bajo mi botín cruje más de lo que debería una brizna de hierba escarchada. El corazón se me termina de salir del pecho cuando veo lo que acabo de pisar en el lugar preciso que la elfa, o mejor dicho, la heroína errante Polyra Homnari, había ocupado antes de desvanecerse.
Un puñado de castañas.
FIN
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