Por más que imaginemos que las cosas podrían haber sido de otro modo, más calido, mejor, no somos dueños por completo de nuestras vidas. Todos tenemos sueños y anhelos, pero el destino nos alcanzará de forma inexorable y sin excepción, mientras tanto cumplamos nuestras obligaciones y tratemos de ser felices con lo que tenemos.
SINO
Sandra Gómez Moreno
—Serás especial —decían sobre mí.
Ahora que lo pienso, me hubiera gustado ser normal.
Estoy sentada, oculta en uno de los rincones de un acantilado, buscando un poco de paz y descanso para mi ánimo.
Estoy triste, cansada.
Los cuervos graznan a mi alrededor, y alguno de ellos tienen la desfachatez de posarse en mi hombro, pero no soy capaz de levantar la mirada.
No quiero.
Y si os soy sincera, tampoco me atrevo por las consecuencias que el animal pueda tener.
No tienen la culpa de acompañarme allá a donde voy.
Suspiro.
No sé hasta qué punto quiero ser especial.
Podrían haber elegido a otra.
¿Por qué yo?
Yo sólo quería ser feliz y, honestamente, si este es el precio de ser única y diferente, maldita la hora en la que nací.
Por más que pretendo rememorar, apenas tengo recuerdos de mi niñez: solo sé que todos aquellos que me rodeaban me miraban buscando algo que ni yo misma sabía lo que era.
Y ahora, tras tanto tiempo viendo las terribles consecuencias de mis actos me siento vacía, infeliz y sola, muy sola.
Creo, sin ánimo a equivocarme, que la soledad es uno de los peores sentimientos que alguien puede experimentar.
Si es elegida, bien, pero si es impuesta la frustración es terrible.
Pero claro, si voy sembrando dolor y angustia por todas partes, es normal que lo esté.
«Es justo y necesario», como dice la oración.
Sentada en esta piedra intento recordar si en algún instante cualquier momento pasado fue mejor, porque, para mi desgracia, el presente y el futuro se presentan de un color tan oscuro como el manto que me cubre.
Las aves siguen revoloteando por donde me encuentro, creo que son los únicos seres que no me temen, a pesar de que, si levanto mi mirada, su vida terminará para siempre.
No sé si os habéis dado cuenta de quién soy, pero os habla La Muerte.
El ente más temido y adorado del mundo.
Pero desde hace mucho tiempo me planteo demasiadas preguntas cuya respuesta se resume en un acto: acabar con la vida de todo aquel cuyo destino tiene fin en este planeta.
Es muy probable que os preguntéis quién decide el tiempo de vida de una persona, pero yo no pinto nada en esto.
No tengo esa capacidad. Faltaría más.
Si por mi fuera, me encantaría desaparecer de este mundo y dejar de ver lo que mis ancianos ojos llevan desde milenios creando: calamidad, odio y destrucción.
La muerte es desagradable, y yo en cierto modo, lo soy.
Me doy asco.
Cada vez que tengo que arrancar la vida de alguien, me dan ganas de frenarme en seco y dejar que viva.
Pero no. No puedo.
Tengo que hacerlo, me veo obligada a dar mi frío abrazo que destruye la vida de quien arranco su alma y quienes rodean al muerto.
Escalofríos me recorren cuando el espíritu de alguien que no espera morir me increpa el porqué de mi acción.
—Es tu hora —atino a responder en ciertas ocasiones.
Aunque en otras soy incapaz de replicar. Aguanto el chaparrón, agacho mi mirada y dejo que las acciones realizadas de ese espíritu en vida le guíen hacia el lugar que le corresponde.
Lamentándolo mucho, tengo que seguir matando, debo abrazar para crear más dolor, incertidumbre y tristeza.
Ahora que lo pienso, es curioso.
Cuando alguien abraza protege, cuida y ayuda a esa persona con su calor.
Pero mi gesto es abominable, nauseabundo y asqueroso.
¿Hace cuánto tiempo no me abrazan de verdad?
¿Desde cuándo llevo sintiendo este frío que me carcome el alma y los huesos para dar muerte a quien me rodea?
De pequeña lo hicieron una única vez: fue mi madre y recuerdo que las lágrimas se me agolparon en los ojos.
Ella, tan seria y exigente como siempre me las quitó y me dijo:
—No puedes llorar, hija, no en este momento tan especial. Es tu ofrenda y tu sacrificio, no debes mostrarte débil. Es ahora o nunca.
Y me abrazó.
Fue cálido, amoroso, incluso olí el aroma de su pelo, pero fue tan breve que ese instante quedó como borrón en mi memoria.
No sabía que ese abrazo sería la última muestra de afecto que mi piel iba a sentir.
Y por si no lo sabéis, tampoco soy capaz de llorar. Las lágrimas se me secaron en el mismo instante que mi progenitora me las enjugó.
Ojalá volviera a sentir esa sensación.
Pero no.
Ahora solo mato.
Ya sea de forma justa e injusta.
No miro eso.
Cumplo con mi deber.
Con mi maldito sino, con la supuesta profecía que milenios después ha hecho que me pare agotada de tanto sufrir.
E, ironías del destino, La Muerte no puede morir.
La perversa ofrenda que mi madre realizó hace milenios me condenó a matar y a vivir eternamente.
Por si no lo sabéis, nadie puede matarme y yo no puedo hacerme daño.
Y no os voy a mentir, lo he intentado.
Pero es el alto precio que debo pagar por mi inmortalidad.
Maldita la hora.
Tengo que levantarme.
Me duelen las rodillas. Crujen al incorporarme.
El frío y la humedad de esta zona hace mella en mis desgastados huesos y tengo que estar preparada.
Muevo la cabeza a los lados y por más que me cueste es mi deber, es mi obligación.
Alzo mi mirada y mientras camino, veo maravillada el conjunto de acantilados de esta zona y cómo el mar golpea con furia sus paredes intuyendo mi llegada.
Es curioso e irónico a la vez: a esta zona le han puesto mi nombre por la cantidad de almas que he arrasado por obra y gracia del oleaje.
Costa de La Muerte.
Qué extraño y qué mordaz.
Por ahí viene.
Es un muchacho de unos veinticinco años: moreno, alto, fuerte, atractivo, con toda la vida por delante, pero un tropiezo hará que el mar lo devore.
Y yo estaré en las gélidas aguas de este mar que engullirá su cuerpo y su alma para desesperación de sus familiares y amigos.
Lo siento en el alma, jovencito.
Es tu sino y el mío también.
FIN
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