Relato: Gaspar H.

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El relato que puedes leer a continuación fue concebido como parte de una historia pensada para un libro que nunca vió la luz.

Gaspar H. es un relato de tono oscuro y misterioso, acompañado de una pizca de sarcasmo y cinismo. Gaspar, el narrador, se presenta como un “cazafantasmas” dispuesto a contar sus experiencias paranormales en un caso con eventos sobrenaturales y maldiciones que afectan al señor Gallego, y a su familia.

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GASPAR H.

Por Francisco Santos Muńoz Rico

EXORDIO

Me llamo Gaspar, los apellidos sobran, y soy algo así como un cazafantasmas. No como esos fantoches de la película de Bill Murray, en absoluto. El que se interese en seguir el relato de mis aventuras comprenderá la clase de “cazador” que soy. Me han pedido que escriba algunos de los casos (que son más de ciento) en que he intervenido, y a ello me dispongo; discúlpeseme el estilo agrio y la sintaxis enrevesada en que a veces caigo, eso por adelantado. Por supuesto ha de suponerse (y bien supuesto estará) que los nombres de personas y lugares que use serán supuestos, para no crear molestias a mis, por así llamarlos, “clientes”.

              También he de dejar claro que este no es un tratado sobre fantasmogénesis, ni sobre ninguno de los llamados “fenómenos paranormales”, sino el simple relato de mis “aventuras” (como quedó escrito arriba), que aventuras, y no otra cosa, son. Quien quiera leer un tratado de esa clase habrá de pagarlo, como me pagan ahora por dejar constancia de mis atribulados días como cazador e investigador del mundo oculto. Y que, por último, quede también muy claro que esto no es un libro de ficción, como sé que alguno pretenderá, y quien así lo pretenda habrá de vérselas (y habérselas) conmigo, con el seguro menoscabo de su integridad (si la tuviere).

              Sin más advertencia al amable lector, me dispongo ahora relatar el primer caso seleccionado para este informe, y que me llevó a determinar que existe un espacio, digamos en negativo, un reflejo de este mundo, en que los seres pueden quedar atrapados hasta su total bestialización, siendo… pero empecemos por el principio.

EL CASO DE LA VIUDA DE GALLEGO.

              Un rico comerciante apellidado Gallego, de religión católica aunque poco practicante, de edad cincuenta y seis años, presentando una leve obesidad, calvicie incipiente, problemas de circulación (con crecientes varices), y una cierta bronquitis crónica debida posiblemente al consumo excesivo de tabaco, fue víctima de la maldición de una bruja. Un detective privado con el que me asocio a veces fue el encargado de descubrir los antecedentes de la disputa que ocasionó la “compra” de la maldición, que sucintamente narro a continuación.

              El señor Gallego, según lo investigado por el detective, no había amasado su fortuna siendo totalmente respetuoso con las leyes, y aún menos con sus clientes y proveedores, llegando a ser tildado por uno de sus propios empleados entrevistado por mí de “sin vergüenza, ladrón e hijo de puta”. Al parecer había llegado a una especie de panacea comercial infalible, comprando sin dinero, alquilando sin pagar, subcontratando y subcobrando, pero sin subabonar… Un pequeño comerciante con el que se asoció para un negocio de unos meses, que significando una minucia para Gallego, representaba la diferencia entre un buen año o el cierre del establecimiento para el pequeño comerciante, fue a las oficinas de Gallego a pedirle cuentas, pues faltaban ya dos meses de pagos y se acercaba el tercero. Gallego no se dignó siquiera verlo, mandando a uno de sus acólitos a darle largas, con el evidente propósito de posponer el pago de lo atrasado hasta el día del juicio final. En un arranque feroz, Pepito Gris –susodicho pequeño comerciante- se lanzó al interior del despacho, derribando una puerta de madera como si fuese de cartoné, y subiendo de un salto a la mesa del despacho de Gallego, a la sazón desayunando su diaria colación: seis docenas de churros, café y un saco de azúcar (para mojar los churros, se entiende). Mas cuando el orondo Gallego creía llegada su hora, Pepito se limitó a pegarle un tironcito del grasiento bigote, arrancarle unos pelacos, guardárselos en el bolsillo de su desgastada chaqueta y darse la vuelta, habiendo cogido un churrito para el camino, y marcharse farfullando entre dientes, con una sonrisa proterva digna de un  auténtico Mefistófeles. El desplante se tomó nomás por una “chaladura” y el negocio siguió como si tal cosa.

Tres días después sucedió el primer “accidente”, al resbalar Gallego en la bañera y romper la jabonera con el culo, clavándosele los trozos de cerámica en los rosados cachetes de manera tan contumaz y fantástica que el médico dedicó tres horas de pinza va pinza viene para sacarlos todos, y (quedan testimonios gráficos que el médico se tomó la molestia de realizar con la cámara de su teléfono móvil para rechifla del personal sanitario) dejando los cortes y arañazos claramente inscripto en la piel del trasero la palabra Gris (apellido del vejete estafado) en una hermosa letra gótica. A pesar de que el hecho revestía carácter paranormal, el escéptico Gallego se resistió a creer lo que sus ojos veían (con la mediación de un espejo, claro). El segundo “aviso” fue para hacer creer a cualquiera, pero como iremos viendo: el señor Gallego era duro de mollera para según qué cosas.

Estando Gallego postrado en su cama, bocabajo, comiendo lo que su mujer, hacendosa y preocupada, le iba dando como a un niño, se empezaron a oír claramente, y como si salieran de los rincones, una especie de susurros. Como no había nadie más en la habitación y en la casa tampoco, la mujer pensó que serían los vecinos que hablaban alto detrás del tabique, mas no habiendo tales vecinos y siendo aquella una casa solariega, por fuerza hubo de extrañarse. Tras el primer rato de incertidumbre y miedo, la esposa comenzó a entender que las voces repetían “Gallego, ladrón, hijo puta”. No así el comerciante, que quitándole importancia con un ademán indiferente afirmó que, en primer lugar, su mujer era una pánfila, y, en segundo, que esos eran simplemente los ruidos propios de las cañerías del wáter. Al insinuar tan espuria procedencia el gran lienzo que colgaba a la cabecera de la cama cayó, pegando el marco en la cabeza del gordo Gallego, y cayendo luego el cuadro de lleno, como un raquetazo, en el culo, que se hallaba “en pompa” o levantado en decúbito supino, pues aún no se había recuperado de las laceraciones producidas por la jabonera hecha añicos.

Cuando la policía llegó a la casa (o como dicen modernamente los farragosos periodistas “se personaron los agentes en el inmueble”), avisados por Gallego, se dedicaron a registrar el edificio en busca de posibles intrusos, sin encontrar, como era de esperar, a ninguno. Lo que sí se encontró fue un muñequito negro de aspecto demoníaco, hecho con arcilla y lleno de borra y pelusa; que no pertenecía ni a Gallego ni a su mujer, y al que no quisieron dar la importancia que a todas luces merecía, pues debieran hallarse presos de espanto ante la contemplación del fetiche. No se trataba de otro que del famoso fetiche Dimzu, que por suerte fue guardado por la señora a escondidas de su marido, que no quería ni oír hablar de maldiciones.

El fetiche Dimzu es usado en la pequeña aldea Dimzu-Mowie, a ochenta kilómetros de Windhoek, en Namibia, y su primera referencia la hace el profesor Aronak de Viuelle en su trabajo clásico de 1921 “Fetiches del África negra. Una clasificación”. En primer lugar el fetiche se realiza con arcilla de la zona, que tiene un alto contenido en zinc y apesta considerablemente, dentro llevará la “sombra” de algo que pertenezca a la persona a que se quiere maldecir. La sombra, a grosso modo, es el molde de esa cosa, en este caso los pelos de bigote, es decir: se colocan los pelos en la arcilla fresca y se retiran, dejando su forma, en guisa de molde, en la arcilla, que luego es trabajada hasta conseguir el aspecto de la terrible deidad vengadora: Dimzu, el que atrapa bajo tierra (la traducción por supuesto no será muy acertada, ya que la lengua de este pueblo salvaje es una jerga mezcla de gruñidos de perros y maullidos de gato). El fetiche habrá de llevarse adentro de la casa donde viva el enemigo, y con dejarla tras el umbral será suficiente, pues supuestamente el fetiche, una vez dentro, cobra poder (procedente de la deidad) y se mueve por sus propios medios, esto es: meneando sus patitas. Terribles desgracias, eso es lo que sigue, hasta la muerte, que sucede en un plazo no superior al año.

Por supuesto ni Gallego ni su pánfila mujer tenían noticia de fetiches, de profesores Aronaks (ni de otros), ni apenas sabían más que estampar su firma en papeles del banco. La cosa continuó recrudeciéndose como sigue.

Gallego tenía un hijo, el señorito Alberto. Gordezuelo como su padre, pánfilo como su madre, con lo peor de cada uno y lo mejor de ninguno, se dedicaba, como los planetas con el Sol, a orbitar en torno a la fortuna familiar, pasando exactamente, como los planetas, por el mismísimo punto cada veinticuatro horas: la mesa del comedor. En esta se reunía la familia, y en esta aconteció la desgracia. En principio la viuda de Gallego me contó una versión espuria digna de Mary Poppins, pero por suerte la criada que había servido la comida aquel día se avino a hablar por unas perras gordas y a contarme con pelos y señales (y con desmesurado histrionismo, acentuado por su horrísona voz de grajo y su fealdad de moira vieja) lo sucedido en tan aciago medio día.

A continuación se extracta la declaración grabada con el magnetofón de la criada, Antonia Riscos, sobre el episodio. Se extracta, sobre todo, para evitar al lector la repetición innecesaria y casi impúdica de la expresión “¿sabe usted?”, la cual, de ser reproducida en su número real, podría llevar al amable lector a abandonar con asco y repugnancia la lectura de este trabajo.

“Ese día pusimos cocretas a los señores, ¿sabe usted? Que al señorito le chiflaban y no podía dejar de comerlas a pares cuando no a tríos o a cuartetos. Imaginará que servíamos lo menos cuarenta raciones de una persona normal para los tres señores, y si nunca sobraba era porque el señorito todavía no había terminado de desarrollar y el cuerpo le pedía hidratos carbonatados, me parece que se dice (es que le llevaba la comida un dietista muy bien pagado y una oye, y escucha, y se entera de todo, hasta de las expresiones cultivadas).

“Pues todo iba como de costumbre, los señores comían y los del servicio mirábamos babeando la comida que no iba a sobrar, pensando en otros criados que se hartaban de lo que les sobraba a sus magros señores. Los nuestros también tenían partes magras, pero pocas.

“Todo iba como de costumbre: ay si yo pillara una de esas cocretas, me decía yo para mis adentros.

“Como de costumbre, ¿sabe usted? El señor hablaba de sus negocios y nadie le hacía caso ni se enteraba de nada, pero le decían que sí, que sí a todo. Hasta que se enfadó el señor y con un tremendo puñetazo en la mesa reconvino a los suyos: pero ¿cómo que sí? ¿es que no escucháis lo que os estoy diciendo, par de búfalos?

“Y un silencio sobrecogedor se hizo en la casa, hasta los cacharros dejaron de tintinear. Que fue roto, el silencio sobrecogedor, por una voz que a pesar de salir de las fauces atiforradas de cocretas del señorito, le juro yo a usted, por todas las vírgenes y los cristos, que no era ni del señorito ni de este mundo. Y más parecía de mujer que de hombre, y más de hembra vieja que de joven, y más de bruja pérfida que de buena cristiana. Y dijo la voz esa de engendro: que sí, coño, que sí, Gallego.

“El señor se puso rojo. Y luego de un poco, morado, mientras apretaba con los nudillos todo blancos el tenedor y el cuchillo apuntando para el techo. ¡Alberto! gritó con evidente sorpresa y esputando mazacotes de pollo hervido y ternera reguisada, ligados con harina y pan rallado. (Todo eso lo tuvo que limpiar una después, porque por muchos fantasmas y exorcistas de esos que nos estropearan la santa hora de la comida, una tenía que seguir con su faena).

“Ay, perdón, que me emociono [aquí se recogen unos sonidos porcinos que de no ser una sicofonía infernal, debieran entenderse como compungidos sollozos de la sirvienta]. Entonces el señorito se levantó como con un resorte, lanzando la silla contra la pared y haciéndola trizas (ñasca, me dije, eso lo limpio yo); y abrió los brazos como el cristo de Dalí, y de su boca seguían cayendo, como de la de su padre, mazacotes de lo que ya he explicado; y a la par que salían los mazacotes y esputos y sonaban como gorgoritos endemoniados, la voz terrible siguió diciendo: Gallego, tú te quedas con el dinero de Gris, yo me llevo a tu retoño. Y entonces pasó lo inexplicable, lo que el cura me dice que no tengo que pensar más. Ay. Pero yo lo pienso. [Aquí el magnetofón recoge nuevos bufidos porcinos, que bien podrían ser de nuevo entendidos como sollozos, o bien como un intento de imitar esos “gorgoritos endemoniados” antementados].

“El señorito se levantó como volando en medio de la habitación, en levitación creo que se dice, y pegó siete veces, que las conté, con la cabezota en el techo. Caía el polvo de yeso sobre la demediada ensalada y dentro de los chatos de vino. Los siete coscorrones retumbaron como siete golpes de martillo que cerraran, con siete clavos,  la tapa de un ataúd del pobre desgraciado que hubiere visto, en el camino del monte, siete viejas con siete candiles. Ya le digo: ¡ay! ¿sabe usted?

“Entonces el cuerpo cayó, con tan mala fortuna que rompió la vajilla, espachurró la comida, e hizo salir disparada una salsera, que describiendo una parábola que no era natural, se estrelló contra la pared del fondo, que era de un gris clarito, y la mayonesa, con los salpicones, parecía que había dejado escrito: Gris. Y al lado unos ojos de demonio, que te miraban fijo allá donde te pusieras, y que después de limpiar muy bien, ¿sabe usted? seguían viéndose allí, mirándola a una por donde quiera que andase. El señor Gallego siempre dijo que eso era el aceite nada más, que se había impregnado en el estuco, pero yo sé muy bien que era otra cosa mala. ¿Sabe usted?”

El cándido joven no murió, pero sus constantes vitales se vinieron abajo y entró en un extraño coma cuya causa o etiología ningún galeno que el dinero pudiera pagar pudo desentrañar, ni ha podido desentrañar a día de hoy; pues el señorito Alberto permanece en una clínica privada bajo las atenciones de profesionales que deben ayudarle a realizar las más elementales operaciones, las del comer, el beber y el cagar.

Pero ya avisamos antes que el señor Gallego era, para lo que le interesaba, duro de mollera, y atribuyó lo que era sin duda ninguna una posesión de manual a alguna simple dolencia que se limitaba a designar como “la mala hechura del niño, de tanto frito”.

Permítaseme aquí una recapitulación de los eventos paranormales hasta ahora referidos.

Primero: grafogénesis. Caída en la bañera (suponemos que también de carácter extraño u oculto aunque no se disponga de pruebas ni relato de Gallego) con el consiguiente daño a las nalgas que se resuelve en la formación de caracteres góticos que sin duda, y teniendo como tangibles pruebas las fotografías sacadas por el doctor que atendió a Gallego, forman la palabra Gris.

Segundo: voces de ultratumba. La clara audición por parte del señor Gallego y su mujer de fantasmales voces surgidas de los rincones de su habitación. El hecho queda recogido, asimismo, en el informe policial, aunque en absoluto corroborado por los agentes. También se recoge la descripción del fetiche, aunque no tiene ni pies ni cabeza.

Tercero: posesión. Esto lo acabamos de contar.

A continuación cito del antementado libro del profesor Aronak de Viuelle, “Fetiches del África negra. Una clasificación”, de una entrevista al brujo de la tribu, específicamente al ser preguntado sobre los sucesos que padecerá la víctima de la maldición.

“Dimzu te hace caer sobre la punta de tu lanza, en tu choza, y te pincha mucho, para hacerte la marca. Para que todos los hombres y mujeres la vean y se aparten de ti. Luego las voces de los muertos te hablan en tu choza, cuando la luna no está y está todo oscuro, sin estrellas, y a ti te duele el culo, y no puedes correr y huir de las voces. Luego, si tu familia no se ha ido y te ha dejado solo, Dimzu se lleva a todos los que llevan tu sangre, y se ríe todas las noches delante de la puerta de tu choza.”

Dejamos aquí la cita del brujo para pasar al siguiente hecho: la risa de Dimzu.

Esa misma noche, con Albertito ya en el hospital y sin nadie sospechar que de este pasaría a la clínica y que de allí ya no saldría más, empezó la risa, no “delante de la puerta de la choza”, sino debajo de la ventana del dormitorio de Gallego, el cual, por supuesto, la atribuyó, esa risa proterva, a simples borrachos jacarandosos que debían andar de parranda, siempre según Gallego, por allí cerca. El hecho de que no se viese a los supuestos alborotadores nocturnos lo explicó Gallego con algún “juego extraño de resonancias”, como los que nos describe el Viejo Peluca. El sonido viaja de extrañas formas a veces, es cierto. Pero conservamos la descripción de la risa por parte del servicio, que refería ser exacta, la voz que la profería, a la voz que salió con las croquetas a medio masticar de la boca del señorito Alberto. Una risa que duró, hecho que vuelve a coincidir con las investigaciones de Viuelle, exactamente siete días. La señora cambió su dormitorio a otra parte de la casa donde no llegaran los ecos de esa risa maligna.

Pero muchos otros pequeños detalles ornan esta terrible historia: la sensación de una presencia allí donde andase el señor; el movimiento de objetos y de tanto en tanto la rotura de los mismos, jarrones, vasos, macetas. La desaparición de varias joyas de la señora y de algunos billetes y monedas que el señor dejaba en una repisita al llegar a casa. La desbandada general de los gatos, perros y ratas que solían rondar por el callejón aledaño a la casa en busca de condumio. El frío que pareció instalarse en toda la vivienda y que no pudo ser conjurado por radiadores ni estufas.

Mas el contumaz señor de la casa seguía, erre que erre, sin ver nada extraño, sin sentirse amenazado por ningún mal. Hasta que la última fase de la maldición se empezó a consumar: la galopante emaciación de Gallego, que siempre fue gordo, orondo. Los médicos no supieron ver causa para tal emaciación repentina, desusada, rauda y fatal. Pero Gallego se consumía a ojos vista. La señora de la casa se temía lo peor, y como a menudo sucede: hizo llamar al cura. El Padre Cañuto, de la Parroquia de San Agustín, viejo amigo de la señora, que era devota asistente a misa, se ocupó en mojarlo todo con sus aspersiones de agua bendita y en menear la cruz por do quiera pudiese menearla. Pero todos sabemos (los que estamos en el negocio, digo) que sólo en películas y noveluchas estas cosas resultan útiles.

La cosa es que el pobre Gallego murió después del exorcismo, emaciado como estaba, vapuleado por el Padre Cañuto (antiguo boxeador para más inri). Y fue entonces cuando fui llamado por la viuda, que, una vez libre del yugo de su duro marido, podía hacer y deshacer, con la herencia ya cobrada y toda para ella solita (con el señorito en la clínica), como a ella le viniese en gana.

Lamento dejar, aparentemente, la historia sin un final digno, pues ya advertí en el exordio de que lo que aquí cuento no es ficción, y por tanto: puede resultar, de vez en vez, aburrido… La cosa es que cobré un buen dinero por resolver, postumamente, el caso, y pude así comprar, por fin, un ordenador para la oficina, y empezar a clasificar en un archivo totalmente informático mis casos, con la intención de escribir este libro y dejar testimonio, con él, de la maravilla que se oculta, constante y empecinada, ante nuestros mismísimos ojos abiertos…

FIN


Francisco Santos Muñoz Rico
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Esta entrada tiene 5 comentarios

  1. Hefesto

    Qué divertido, pardiez!
    Ahora quiero comer churros! Y cocretas Jajajajajaja

    (4/5)
  2. JD Martín

    Como aficionado a los detectives sobrenaturales (Carnacki, Silence y tantos otros) he de decir que me ha encantado, quiero leer más de este Cazafantasmas

    (5/5)
  3. Patricia Valkyria

    Excelente!!! 😇🙌🔥

    (5/5)
  4. Daniel Aragonés

    Con ese aire de realidad tan palpable. Divertido. Y el tono que usaste en El Zombi. Todo junto le otorga al relato un soplido de vida eterna. Debes escribir un libro completo.

    (5/5)

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