Relato de Halloween: Huespeda

En este momento estás viendo Relato de Halloween: Huespeda

La víspera de todos los santos es una noche mágica donde los muertos se encuentran con los vivos y las brujas campan a sus anchas. No hay un momento del año más propicio para contar una historia como esta, un relato de Halloween que da una nueva perspectiva a una de nuestras tradiciones más arraigadas…


HUESPEDA

Un relato de Sandra Gómez Moreno

Nunca he creído en leyendas, supercherías, ni historias para no dormir.

Jamás me han dado miedo los cuentos de terror. Cuando me los contaban de pequeño, era el único que dormía a pierna suelta sin dar importancia a que el monstruo del armario o el hombre del saco fueran a visitarme ¡Como si no tuvieran otra cosa mejor que hacer!

Pero la percepción cambia totalmente cuando te cruzas con una leyenda; o quizá esa leyenda esté destinada a aparecer en tu vida.

No entendéis nada, ¿verdad? Seguid leyendo, que os lo voy a explicar.

Todo ocurrió hace un año, en la Víspera de Todos los Santos. Este tipo de celebraciones nunca me han gustado. Jamás me he disfrazado y era el único que no visitaba el cementerio para poner flores en las tumbas: los muertos, muertos están, no hay que molestarles, pensaba.

Bien.

En esa ocasión, unos colegas decidimos preparar una cena especial en la casa de un amigo, en una de las zonas más alejadas de la aldea en la que viven.

La fiesta marchaba bien, mucha comida, pero sobre todo la bebida superaba con creces la proporción de alimentos.

Decidimos encender una fogata en el exterior, en una zona despejada. Una de las muchachas del grupo estaba emocionada: quería hacer un conxuro. Según ella era descendiente de brujas, y se había empeñado en prepararlo.

Tras organizar los preparativos, la joven comenzó a realizar el ritual. El resto estábamos sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Tengo que admitir que, tras un tiempo, me quedé absorto mirando al fuego: su calor, su fuerza y su poder me estaban atrapando.

Pestañeé.

¿Me estaba volviendo gilipollas? Acaso el alcohol estaba afectando mi raciocinio. Aunque lo que pasó después no hay brebaje que lo justifique.

Pasados unos instantes, a cierta distancia, me pareció escuchar murmullos. Giré la cabeza en la dirección en la que había creído oír ese sonido, pero el silencio tomó protagonismo. Allí no había nada.

No le di importancia y volví a nuestro mundo de brujas y hogueras. Pero poco tiempo después, escuché de nuevo la misma retahíla de palabras repetidas de manera monótona.

En esa ocasión, al levantar la vista y entre las sombras, distinguí en la linde del bosque un conjunto de figuras colocadas en fila llevando una vela en la mano. Seguían murmurando algo que no supe distinguir.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Cerré los ojos. Estoy borracho. Me dije. No he visto nada. No hay nadie en este bosquejo de mierda. Nadie lleva velas, ni dice nada. Los abrí de nuevo.

Grité.

Estaba paralizado. Era incapaz de levantarme.

Me impulsé, no sé cómo, hacia atrás con las piernas y los brazos, y empecé a arrastrarme por el suelo, como si con ello pudiera huir de lo que tenía delante.

Todos los que me acompañaban en esa hoguera me miraron como si me hubiera vuelto loco de repente.

—Tío, ¿qué te pasa? — preguntó la chica que estaba haciendo la queimada.

Era incapaz de hablar, me temblaba la barbilla, tenía ganas de llorar. Solo pude señalar con el dedo lo que estaba viendo.

La muchacha miraba hacia donde yo apuntaba, pero no distinguía nada.

—¿Qué señalas? No hay nada, Anxo, tranquilo.

—¿Qué no? ¡Me cago en mi puta vida! —dije espantado. —¿No lo veis? Es una puta procesión que viene hacia mí ¿Qué coño es eso?

—¡¿Cómo?!

El gesto de la joven cambió y de todos los del grupo.

—¡Joder! ¡Vete a casa, ya! ¡Huye!

Mientras ellos apagaban la hoguera, salí despavorido de ese sitio. Solo los murmullos de aquellos seres que me buscaban, me acompañaron en esa desesperada carrera.

Sin dirección alguna, corrí durante un buen rato y cuando quise darme cuenta me había metido en una zona arbolada que no conocía en absoluto.

—Bien, Anxo, bien. Eres idiota.

Paré para descansar e intentar averiguar dónde me encontraba.

No se veía una mierda. No había iluminación alguna, y para colmo era noche de luna nueva. Ninguna referencia. Cojonudo.

No paraba de darle vueltas a lo que había sucedido. No comprendía quienes eran las personas que había visto antes y porqué se dirigían hacia mí.

Yo no creo en espíritus, ni mierdas de esas, pero lo que había visto, era muy real.

Una vez que estaba más tranquilo, seguí caminando, aunque sin rumbo. Ya saldría a alguna parte, me dije. Durante ese recorrido lo único que se escuchaba eran mis pasos y en ocasiones, el ulular de algún búho que me sobresaltaba.

Observé que tras una zona de arbustos bastante frondosa había un pequeño edificio. A través de los estrechos ventanales distinguí pequeños haces de luz, por lo que supuse que estaba ocupado. Teniendo en cuenta lo que me había sucedido antes, no sé porqué decidí ir a curiosear… Aunque supongo que uno se aferra a cualquier posibilidad de compañía humana en ciertas ocasiones.

A medida que me iba acercando unos cánticos se hacían patentes, y una voz despuntaba entre ellos entonando una salmodia. A pesar de la oscuridad, me di cuenta de que se trataba de una iglesia bastante pequeña y antigua a juzgar por la piedra de que estaba construida..

—¿Una misa de muertos? ¿Quién coño se pone a hacer una misa en un lugar cómo este?

Mi propia voz, mi intento de calmarme, supongo, no hizo más que encresparme aún más.

Y ahora vosotros os preguntaréis quién es el imbécil que se acerca a un edificio abandonado, casi sacado de otro siglo, mientras parece que se celebra una misa de muertos, en la Víspera de Todos los Santos.

Yo, Anxo.

Sigilosamente me asomé a la entrada principal. La puerta estaba echa polvo. Pude distinguir con cierta dificultad el interior del templo, ya que se encontraba iluminado con un número escaso de velas.

A medida que la vista se me acostumbraba a la oscuridad vi que su interior estaba destrozado: había multitud de tablones tirados por el suelo; el techo se encontraba lleno de goteras; las figuras de los santos tenían los rostros deshechos y la imagen del Cristo colgaba grotescamente de la cruz por una sola de sus manos. Si a eso le añades la peste a incienso y a cera la situación era dantesca. Aún así, la curiosidad, imponiéndose al miedo, hizo que entrara.

Di los primeros pasos y sin llegar al pasillo principal, decidí girar hacia la derecha. Me quedé de pie, amparado en la penumbra, viendo las espaldas de todas las personas que asistían a la supuesta misa. Estaban sentados y me di cuenta de que todos presentaban la misma postura rígida y recia. La sensación de quietud era angustiosa, y el silencio cargaba aún más el ambiente.

De pronto, una voz fría y ajada proclamó:

—Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros.

Susurros inteligibles llenaron el silencio. Seguí observando el hieratismo de los presentes…

¡Qué raro!

Al mismo tiempo, había algo que me llamaba la atención: ¿dónde estaba el cura? El altar estaba destartalado, y por más que lo buscaba, no distinguía de donde procedía dicha voz. Los susurros aumentaban el volumen. Siempre los he detestado. Mascullan palabras sin sentido que, seguramente, ni el propio Dios tiene intención de escuchar.

De nuevo habló el invisible sacerdote:

—Tomad y bebed todos de él, porque esta es la sangre que os hará vivir eternamente. Y recordad quien se alimente de ella formará parte de la Santa Compaña para siempre.

¿Santa Compaña? ¿Qué cojones?

Empiezo a tener más frío de la cuenta, hacía más frío dentro que afuera..

Volvieron los susurros, con mayor intensidad.

No conocía nada sobre la Santa Compaña, más allá de los cuentos de vieja de los que solíamos burlarnos de niños, pero aquello no me gustó nada. Fue entonces cuando decidí largarme. Pero al volver mis pasos a la entrada vi que un recio portón me negaba la salida.

¿En qué momento? Si estaba destrozada.

Reculé. Y percibí que algunos de esos espantajos se habían girado hacia mí: mierda.

Anxo, no deberías estar aquí.

Justo cuando quise regresar hacia donde me encontraba, escuché el final de una oración:

 “ […] no perdones nuestras ofensas así como nosotros no perdonaremos a quienes nos ofenden; haznos caer en la tentación y bendícenos con el mal”.

Abrí los ojos como platos. ¿Qué mierda estaba escuchando?

En los breves instantes en los que intenté buscar lógica a esta situación, la voz incorpórea incitó a los asistentes a dar el gesto de la paz.

Me quiero morir. Que nadie se me acerque.

Se aproximó alguien cuyo rostro no fui capaz de distinguir porque un manto negro lo cubría en su totalidad. Tragué saliva. Creo que es una de las personas que formaba parte de la procesión que se dirigía hacia mí cuando estaba en la explanada.

No tiembles, Anxo. No chilles. No pasa nada.

Pero se me acercaba alguien cuyos pasos no se arrastraban por el suelo.

Mantén la compostura. Venga, es solo un segundo.

Cuando se hallaba a escasos centímetros de distancia, temeroso, extendí mi temblorosa mano con la intención de dar el gesto de la paz. Al estrecharla, me di cuenta de que era extremadamente huesuda, su tacto era áspero, seco y sobre todo frío. Demasiado frío.

Dudaba si levantar la mirada o no, porque en el fondo lo sabía, pero era mejor ignorar la realidad. Obviar que en esa iglesia todos los supuestos feligreses estaban muertos, mientras que yo, era el único mortal. Ignorar que eran la puta Santa Compaña.

Al alzar la mirada no sólo me acompañaba el cadáver al que le daba la mano, sino que todos los presentes en ese templo se dirigían hacia donde yo me encontraba, repitiendo sin cesar mi nombre, taladrando mi cabeza.

Se supone que cuando una gran cantidad de personas te rodea, percibes su calor, su cobijo; pero en este caso era todo lo contrario. Sentía su intención de matarme.

Podría decir que me defendí, que corrí por ese pequeño espacio destartalado más propio del infierno que de una iglesia, y que me lié a puñetazos con esos caminantes. Pero no. No os voy a mentir. Fui un puto cobarde, miedo me paralizó por completo.

Sentí el gélido abrazo de la parca por todo mi cuerpo. Me arrulló, me acogió y ahora el frío forma parte de mi ser. Como también lo hago yo de la Santa Compaña.

Yo, Anxo, que no creía en nada del más allá, presido con orgullo esta procesión de almas en pena buscando la muerte y tú, querido lector, vete preparando. Si durante la noche de ánimas ves a alguien vestido de negro portando una vela, pasando por delante de tu ventana, tu hora ha llegado, y nada, ni nadie te salvará.

Vendré a visitarte y tú, formarás parte de esta leyenda terrorífica.

Feliz Noche de Difuntos.

Que la muerte os acompañe.

FIN

Entradas relacionadas que podrían interesarte

Sandra Gómez Moreno
REDACTORA | + posts

Deja una respuesta

Vota