Princesa con sueños.

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Relato de María José Bravo Moñino.

Imagen: Victor Gabriel Gilbert (1876)

Érase una vez, en el Reino de los Sueños Olvidados vivía una pecosa princesa en la torre de las nubes.


Cuando apenas era una niña, pasaba horas y horas observando las nubes de su torre. Ella les daba forma, color, incluso vida. Jugaba a la inocencia de tener la mente muy lejos de su cuerpo, algo que no estaba bien visto en la realeza.


Poco a poco, al igual que la princesa iba creciendo, sus horas de juego se limitaron muchísimo. Su cuerpo, ya no tan menudo, cambió, obligándola a dejar atrás la niñez para siempre.


Se miraba al espejo, pero ya no se veía. La curva más bonita ya no se encontraba en su rostro, o eso decían las paredes del reino.


Con piel de porcelana, rostro esculpido por ángeles y labios virginales tintados de rosa pálido, la princesa olvidó su nombre y se encerró en su torre. Allí pasaba las horas dormida en un sueño tan profundo que ni el beso del más apuesto de los príncipes pretendientes lograría despertarla. Los reyes, desesperados por traer de vuelta a su hija al mundo real, movieron
cielo y tierra, en busca del príncipe que la despertara con un gesto de amor puro, pero ninguno lo logró.


Pasaron segundos, minutos y horas; los días se convirtieron en semanas, y éstas, a su vez, en meses. Los años transcurrieron y la princesa continuaba en su sueño eterno.


La Reina observó que, con el primer beso, la porcelana del rostro de su hija se resquebrajó, dando paso a una lágrima. Fue cuando comenzó a entenderla, por lo que, tras cada visita, le dejaba una flor entre sus manos. Cuando el ramillete apenas cabía entre sus manos, se dedicó a pasar tiempo adornando su cabello con flores tan bellas y delicadas como lo era su hija.


Así ocurrió con cada uno de los pretendientes que anhelaban poseer la corona. Las flores que rodeaban su cuerpo era la forma que la Reina encontró de pedir disculpas por sus actos egoístas, por no pasar tiempo a su lado. El Rey, por el contrario, vio como su esposa enloquecía por días. Todas las conversaciones rondaban en torno a ella, a sobre cómo ayudarla
a salir de ese trance. Le contaba que le dejaba flores a diario y le cantaba una nana, pero los
pensamientos del Rey estaban muy lejos de aquellas palabras. No sabiendo actuar de otro modo, la encerró en la torre junto a su hija.

Tal fue la cantidad de lágrimas que surcaron el rostro de la princesa en el más absoluto silencio, que sus delicados pies se convirtieron en raíces, y en sus cabellos anidaron pequeñas aves.

Con el trino de los pájaros y nuevas flores naciendo a sus pies, en el rostro de la princesa, ahora lleno de surcos, al fin pudo verse una amplia y sincera sonrisa.


Madre e hija, como siempre quisieron ser, jugaban juntas a darles vida a las nubes. La misma vida que una sociedad les arrebató.


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Alberto de Prado
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