«A mí, ya ve usted, Franco me dio una vez un guantazo. Como se lo cuento. Yo estudiaba en el colegio de San Antón, ahí mismo, en Chueca, y un día vino Franco, de negro, con unos señores de negro y unos coches negros. Nos formaron en el patio y Franco, ese hombre, nos dio un cachete a cada uno.»
Esto lo dijo Javier Bergia una vez en una entrevista en El País, y luego afirmaba el que firmaba el artículo, Serrano se llamaba, creo, que debía de ser cierto porque “Javier Bergia no miente”. No dijo que Javier Bergia dice la verdad, no, dijo que no miente, que nunca miente (este sintagma suena mejor).
A riesgo de convocar al botarate Perogrullo: no es lo mismo decir la verdad que no mentir.
¿Ya estás con una diatriba de las tuyas, Franky? ¿A qué vienen estos prolegómenos? ¿Qué tienen que ver las churras con las merinas?
¡Tranquilo, Diderot interior mío! Que, como bien sabes, escribo sin ton ni son, a la buena de Dios, engarzo lo primero que se me pasa por la cabeza con cualquier cosa que me ronda el magín, o, como diría mi buen Fernando Sánchez Dragó: me ato bien los machos, cargo la suerte y si no cuadro como debo, me crezco al castigo y, después de la estocada, si ésta no fue suficiente: meto la puntilla (hala, vosotros podéis leerme desde la barrera); y hoy, tumbado en mi sillón (aún con plazos por pagar), reposando tras un duro día limpiando piscinas, me dio por buscar en la internet entrevistas a Javier Bergia, como sabéis: uno de mis músicos bienamados, instigador de mi último poemario: Canciones para que no las cante Javier Bergia. Para el cual, os recuerdo, el propio Bergia tuvo a bien escribir una pequeña introducción. En ésta, quedó dicho esto (recordad que el que lo firma no – nunca- miente):
«Un poemario, por mínimo ser que aparente, concede al autor la dulce, amarga y efímera gloria de un taburete en el panteón de los desterrados.»
Ah, qué cierto y verdadero y lleno de esplendor este extracto. Además del bello oxímoron, esta frase me retrotrajo, al leerla, a una vieja concepción mía que ya dejé planteada en otro artículo [pincha aquí para leerlo si te place]: esa cervecería en la terraza del Infierno, junto al Leteo, en que los viejos y olvidados literatos de todos los tiempos, con o sin fama a sus amortajadas espaldas, van a pasar el rato y criticarse los unos a los otros (incluso a hablar de literatura). El taburete en el panteón de los desterrados.
Desterrados. Al cabo todos lo vamos a ser, todos vamos a dejar de ser moradores de esta Tierra, y vamos a pertenecer entonces a la nada, al olvido, al paraíso, al propio Infierno o a los reinos moronciales, no importa: la misma sentencia de destierro nos espera a todos, a unos nos cortarán la cabeza como a Cicerón; a otros, débiles, emaciados, enjutos, rodeados en nuestra cama por enemigos de toda laya, nos harán firmar renuncias, nos obligarán a cualquier barrabasada, con ánimo de difamar nuestra memoria, como a Voltaire; o nos verteremos a nosotros mismos cualquier líquido inflamable sobre la cabeza y añadiremos fuego a la hoguera de las vanidades con la broza seca de nuestra absurda determinación, como hizo Thích Quang Dúc (léase El monje de fuego, de Juan Cabezuelo)… En fin, o un cáncer de próstata, como a Frank Zappa, nos dará, por detrás, el último susto, lo spavento supremo. Desterrados.
Esto, por supuesto, me remite a las enseñanzas de Buda: si quieres creer que algo es real, más vale que creas que el aquí y el ahora son eso real, lo único. Bueno, no busquéis esta cita del Señor Buda en ningún sitio porque la acabo de improvisar, pero como Buda habita dentro de mi corazón, puedo perpetrar toda clase de enseñanzas perennes desde el mismo.
Aquí y ahora, por un lado. Y el taburete, que me espera, en el panteón de los desterrados, por otro. Presente y futuro, ¿y qué hay del pasado? Entre otras cosas, podemos decir que el pasado está muerto, pero la forma correcta de expresar esa idea, hoy y aquí, es esta: el pasado es un cachete que me dio Franco vestido de negro. Ese hombre.
René Guénon, en El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, nos dice:
…
Venga ya, Franky, tío, no te pases. Siempre me sales con René Guénon. Has titulado el artículo “Ponderación de mí mismo” ; esto, ¿a santo de qué?
También lo dije antes, oh, respondón: escribo sin ton, y sin son… y si luego hago un requiebro que me permita salir del paso con un poco de gracia, pues a eso lo llamo yo un artículo, un gran artículo, uno que sin tratar de nada, lo contempla todo. Una llave absurda que no abre ninguna puerta, pero que nos gusta, ya porque sea bonita, ya porque seamos coleccionistas de viejas llaves sefarditas de puertas extintas: la cuestión es que nos lean con gusto, como quien escucha una canción en un idioma que no entiende, y a pesar de ello: la comprende. Y si logro esto, si consigo este resultado vacuo y maravilloso, entonces, no me queda otra: tendré que ponderarme, tendré que cerrar este párrafo contento de haber echado un rato haciendo encaje de bolillo en un mundo donde el encaje de bolillo ya ni sirve, ni es bonito. Contento de ser destello de vislumbres de páramos inmensos y vacíos tan dentro de mi propio corazón, oh, lector, como del tuyo.
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Jajajajaja... Yo haré como Bierce y me perderé cruzando la frontera. Con el recuerdo de un cachete que solo existió en un pasado fantasioso y falso.
Qué cosas dice este muchacho.
Este chico, para mí, es un genio.
Te cuenta todo en cuatro líneas y nada en cuarentena, pero gusta, no te despegas de sus palabras.
Mención aparte, sus sonetos.
Con Franky sienpre hay que estar alerta. Entre diatribas y divagaciones, que parecen ir por otro camino, él va soltando perlas. Están ahí para quien sepa encontrarlas y apreciarlas.