Esta es la primera entrega de Fierabras y La Caminante, un relato por episodios donde el presente y un futuro distópico se entremezclan.
Los dos protagonistas de esta historia están separados por años de distancia, pero compartirán destino más allá de los límites del tiempo.
FIERABRÁS Y LA CAMINANTE
Esther Cabrera
Madrid
30 de mayo del 2068
Moira caminaba encorvada en un fútil intento de mantener el calor dentro de un abrigo andrajoso que le apretaba en los hombros. Solo las manos, ocultas en los bolsillos, único lugar en el que quedaba algo del forro de pelo sintético que una vez dio sentido a la prenda —y que esa misma mañana había cambiado por dos cupones de ración en la cola del economato para indigentes de la avenida del Mediterráneo—, soslayaban el embate del viento. Hacía tanto frío, que el vaho se transformaba en escarcha sobre la bufanda raída que le cubría garganta, boca y nariz.
Anduvo así hasta el final de la calle enfangada que partía en dos el asentamiento chabolista al que llamaban Vereda de los Gamos. Festoneaban aquella vía sin acondicionar, cual vigías fantasmagóricos, los esqueletos herrumbrosos de lo que antaño fueran farolas. A sus costados, las casas, estructuras roídas por la intemperie y la falta de mantenimiento, mostraban ojos y bocas negros.
Detenida ante la infravivienda que ocupaba con su abuelo, alzó y apretó contra el pecho la bolsa que colgaba de su muñeca izquierda y el cartoncillo rojo en el que se leía la palabra «Luzporundía». El apagón era imparable. La escasez energética derivada del prolongado invierno nuclear hacía mella en barriadas como la suya. Pocos se podían permitir una bombilla. Gracias a cupones como aquel, ellos tenían bombilla, foco y radio. Eran los reyes en un mundo de ciegos.
El postigo de madera podrida se quejó bajo sus dedos cuando empujó la puerta, sujeta a la construcción con pistones y bielas de un vehículo abandonado. Con el movimiento, el reflector que ella misma había atornillado al travesaño superior del marco, osciló peligrosamente.
Accedió a un desvencijado habitáculo de diez metros cuadrados que pretendía protegerse de los elementos con una cubierta de uralita que hacía aguas. De hecho, aún se colaba, a través de uno de sus múltiples agujeros, un reducto de la tormenta de la noche anterior.
El rostro alforzado y ceniciento del viejo brotó de entre unas mantas.
—¿Qué traes hoy, ratita? —inquirió trémulo.
—Carne en lata y algo de rapé.
—¿Por qué gastas la asignación en tabaco?
—Porque te gusta.
—Pero me matará.
—Lo harán antes los virus y la dichosa uralita. Déjame poner tela asfáltica.
—Es muy cara y en breve estaré muerto.
Moira suspiró y se mordió los labios. Digirió las ganas de llorar.
—Sé dónde conseguirla. Podría…
—¿Y la luz? —la interrumpió el anciano, clavando en ella sus ojos velados por las cataratas—. Que apenas vea no implica que no necesite su claridad.
—Debería llegar en uno, dos…
Se escuchó un breve chisporroteo. El halo mortecino surgido del foco exterior rieló en los charcos. La única bombilla, atrapada por una tulipa esmerilada junto a la desportillada yacija del abuelo, parpadeó antes de encenderse. El gemido del acumulador al ponerse en marcha acompañó los chasquidos del aparato de radio, encastrado entre la cocina de gas y el jergón de Moira.
—¡ …y tres! —exclamó ufana.
—Menudo derroche, ¿al final te has acostado con Verdú?
Moira alzó levemente los hombros y abrió las latas de carne.
—Solo le he enseñado los pechos —bromeó.
Pero Ernesto no aceptó la sorna.
—Asumes un riesgo intolerable arrimándote a él. No quiero que vuelvas a verlo —exigió con renovada aspereza. Después tosió. Moira empalideció al ver en las comisuras de los labios un borboteo de saliva carmesí—. Estoy contagiado, ratita. Debes velar porque mis últimos instantes transcurran en paz. Prométeme que no vas a rondar más su madriguera.
Ella bajó la cabeza para rehuir su enceguecido escrutinio.
—Te lo prometo —balbució mientras masticaba las insípidas y correosas hebras de aquella manufactura alimenticia de ínfima calidad.
***
Madrid
30 de mayo del 2022
En el instante en que Bruno García supo que iba a morir, miró su reloj, paseó la vista por la sala y, con feroz estoicismo, dijo:
—Entonces hoy comienza el resto de mi vida.
Se levantó y, dándoles la espalda a su padre y a los médicos presentes en el conciliábulo, regresó al ala de enfermos terminales del hospital que abandonaría en breve. Prefería pasar sus últimos días en la comodidad del hogar, con sus libros y sus soldados de metal.
No bien hubo salido, Álvaro García bajó su mirada enrojecida y bisbiseó:
—No morirá.
—Es irreversible y lo sabe —dijo Miren López, jefa del Servicio de Oncología.
—Sobrevivirá.
—Deje de darle vueltas a su idea. No es más que un delirio de orate.
—Les aseguro que Bruno obtendrá la cura que necesita.
Los facultativos intercambiaron miradas de conmiseración.
—Sabe bien, señor García, que hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos. Ahora hágase un favor y vaya con su hijo: si yo estuviera en su lugar, trataría de disfrutar lo poco que les queda juntos —zanjó Miren López con la autoridad que le confería la bata blanca.
Cabizbajo, con la carpetilla repleta de análisis y estudios que resumían la existencia de Bruno en los últimos dos años bajo el brazo, y el informe con el funesto y definitivo diagnóstico que le tendió la propia doctora López en la mano, el padre salió también.
La atención se dirigió entonces a la mujer delgada y rubia que permanecía en pie y en sombrío silencio junto a uno de los ventanales.
—Señora Bravo —musitó la oncóloga sin mover apenas los labios—, debe hacerle comprender que el comité ético del hospital no va a revisar su decisión. Es más, ha dado traslado al Centro Nacional de Inteligencia de las afirmaciones que Álvaro García ha realizado ante nosotros. En sus manos queda, pues, impedir que cometa un delito.
—Soy la psicóloga de un hombre adulto y plenamente capaz, no tengo autoridad para limitar su autonomía.
El jefe del Servicio de Terapias Genéticas Alternativas, hasta el momento agazapado en la curvatura derecha de la mesa oval a la que se hallaban sentados, intervino.
—Como bien sabe el señor García, los enfermos objeto de mis estudios han fallecido tras sufrir un colapso lento y generalizado a las pocas horas de recibir una ínfima dosis de Fierabrás. No querrá sumar dolor a la agonía que espera al hijo de ese pobre diablo consintiendo que le administre una vacuna en fase experimental. Por su bien y el de la humanidad, impedirá que lleve a cabo su propósito.
Ella dejó ir un suspiro de hastío y, no teniendo más que añadir, abandonó la sala sin despedirse.
Álvaro, que la aguardaba, la miró compungido.
—Judith, piensan que estoy loco —dijo dejándose caer en uno de los sillones negros pegados a la pared del pasillo.
—Cualquiera que no conozca tus circunstancias les daría la razón —subrayó ella sentándose a su lado.
—Sin embargo, tú crees en mí, ¿tu juicio también flaquea?
—Ambos estamos cuerdos. Pero tú, además, desesperado. Por tal motivo…
—Por tal motivo tienes que ayudarme —la interrumpió él.
—Ignoro de qué forma puedo hacerlo.
Álvaro rehuyó su mirada y, con la vista posada en el dossier que sostenía ahora sobre sus rodillas, murmuró:
—Como tantas veces les he dicho a esos matasanos insensibles, la vacuna es experimental hoy, pero no lo será dentro de… ¿cuántos?, ¿diez, veinte años? Así que he empezado.
Judith manifestó su incredulidad alzando ambas cejas.
—Las instalaciones del CNI en las que se desarrolla el proyecto Caminante están blindadas para ti desde que te sorprendieran haciendo copias de los planos de ensamblaje.
—Recuerda que fui yo quien ideó y diseñó la máquina. Está todo aquí dentro —Álvaro tamboreó su sien derecha con el índice—. Los detalles sujetos a desarrollo posterior los he definido sobre la marcha.
Judith se alzó indignada. Pero Álvaro estiró el brazo y la sujetó de una muñeca. La obligó a sentarse de nuevo.
—Ya he traído a tres… —un hombre pasó ante ellos empujando un carrito de merienda y Álvaro esperó a que desapareciera en el interior de una de las habitaciones para proseguir—, pero no sirven…
—Así que tres —balbució ella espantada— ¿Los mantienes presos mientras das con un sujeto apropiado?
—Judith, la apertura de portales al futuro es algo tan experimental como la propia Fierabrás; por ende, tiene sus perversiones.
Ella adoptó un tono severo.
—Es decir, que no puedes devolverlos a su tiempo —él negó—. Como encargado del proyecto que eras, te corresponde hacer un uso adecuado de esa tecnología.
Álvaro —frente perlada, mirada exorbitada, manos poseídas por un súbito temblor— voceó:
—¡Mi hijo es mi responsabilidad! ¡No una panda de médicos y científicos obtusos y otra de burócratas insensibles!
La psicóloga suspiró. Rendida a su alegato y al funesto destino que aguardaba al joven Bruno, giró la vista hacia aquel hombre avejentado por el sufrimiento que la observaba con ojos de brea ardiente.
—Tú ganas, ¿cómo puedo ayudar?
—Los viajeros están en el sótano de la casa que tengo cerca de Illescas. Es allí donde he construido la Caminante. Debes ir a verlos.
—¿Para qué?
—Si fuera religioso y tú una ministra de Dios te pediría que les dieras la extremaunción. Como persona de ciencia que soy, únicamente aspiro a que los consueles antes del tránsito.
A Judith se le erizó el vello de tobillos a frente. El baqueteo del corazón contra el pecho la dejó sin aliento. Con la boca seca alcanzó a proferir:
—No puedes matarlos.
—¿Qué son sino apátridas del tiempo, sin arraigo, vínculo o familia? A nadie le importarán en unos meses y, sin embargo, son peligrosos para mí. No puedo dejarlos sueltos y que vayan con el cuento a cualquiera.
Ella negó con una vehemencia proporcional a su espanto.
—Debe haber otra solución.
—Si la hay, encuéntrala tú. Pero hazlo ya. He dispuesto cuatro celdas. Solo queda una libre. Cuando llegue el próximo viajero, si tampoco ha sido vacunado, no tendré dónde alojar a los siguientes.
CONTINUARÁ…
Leer> Fierabrás y la Caminante. Episodio II
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