Fierabras y La Caminante. Episodio IV

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Fierabrás y la Caminante. Episodio IV, un relato de ciencia ficción escrito por Esther Cabrera donde el presente y un futuro distópico se entrelazan.

Pese a la extrema debilidad y el dolor que le provoca su enfermedad, Bruno se aventura a desplazarse de su cuarto para descubrir el secreto que mantiene oculto su padre en el sótano de la vivienda familiar.

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Fierabrás y la Caminante. Episodio IV

Esther Cabrera

Illescas, Toledo

5 de junio del 2022

El sol se deslizaba por una rendija entre las cortinas cuando entreabrió los párpados. Siguió con la vista, aún brumosa, el recorrido de un haz cobrizo que atravesaba el polvo en suspensión y se posaba en las cajas de mudanza y en su ejército. Muchos de los soldados de plomo se habían volcado. Tantos o más se habían precipitado hasta el suelo.

El desorden mostraba que el ruido y la vibración que habían estremecido su cuarto no habían sido una alucinación provocada por los medicamentos que la enfermera de cuidados paliativos le había suministrado apenas media hora antes del suceso. Tampoco era un desatino la imagen de su padre inclinado sobre él con una jeringuilla en la mano. De tal extremo aún había pruebas físicas. El lugar de la punción era el epicentro de un dolor lancinante que se extendía hasta la muñeca y le impedía mover el brazo izquierdo con normalidad.

Aturdido por tales experiencias y por una intensa resaca narcótica, con la debilidad anidada en sus articulaciones, deslizó los descarnados pies dentro de las zapatillas y se alzó tambaleante.

Antes de quedarse dormido su padre le había hecho jurar por la memoria de su madre que, mientras iba a Madrid a solventar unos asuntos, permanecería en su habitación sin hacer más desplazamiento que el requerido para ir al baño y bajo ningún concepto bajaría al sótano, pues no era aquel lugar para un enfermo. La mirada esquiva y el ademán nervioso de Álvaro mientras subrayaba tales consignas no había hecho más que confirmarle que Judith algo de razón tenía cuando le había dicho: «Debes preguntarle por la Caminante». «Cancelaron ese proyecto, se ha olvidado del tema», había replicado él. «No. Esa máquina está en vuestra casa de Illescas. Igual que los viajeros».

Unas semanas atrás se había negado a recluirse en aquel secarral pespunteado de olivos. Tales palabras lo habían empujado a rogarle el inmediato traslado al lugar en que tan buenos momentos habían pasado cuando eran una familia completa.

Tras una travesía que semejó un viaje interestelar, se encontró ante la puerta que daba acceso al subsuelo de la casa. Un teclado numérico incrustado en el metal hizo mella en su determinación. Se dijo que lo intentaría una única vez. Rio con amargura al escuchar el clonk. El cumpleaños de mamá nunca fallaba.

Lo aturdió de inmediato una vaharada nauseabunda. En lo que un día fuera una coqueta bodega ya no había siquiera ventilación. Los ventanucos laterales estaban tapiados. Tres bombillas colgadas de un tenso cable negro apenas amagaban con romper la oscuridad. En el suelo su padre había instalado una trampilla metálica. Dedujo que bajo sus pies estaba la Caminante.

Avanzó hacia el final del improvisado calabozo, sintiendo la súplica en los ojos de dos hombres y una mujer. Desde el interior de la última celda, una joven de cabellos ígneos le devolvió una mirada desafiante. Con la vista posada en ella, susurró:

 —Así que es cierto…

***

Las solapas empezaban a acartonarse y tenía el pelo apelmazado contra el cuello. Del abrigo emanaba el olor dulzón de la sangre y una mosca revoloteaba sobre su cabeza. La saliva aún amargueaba. Recordó haber vomitado sobre sí misma y sobre su captor mientras la subía en volandas por unas empinadas escaleras.

Se desprendió de la prenda y, dejándola a un lado, volvió a convertirse en un ovillo. Desde la noche anterior no se había atrevido a estirarse. El desconcierto la mantenía pegada a la pared del cubil con los ojos clavados en la reja metálica.

Giró la cabeza sobre su hombro derecho. Al otro lado de la hilera de barrotes que separaban su celda de la contigua, había una mujer que, abrazada a sus pantorrillas, se mecía de atrás adelante.

Se sentía débil para caminar, así que se acercó arrastrándose y recorrió con la mirada la mazmorra vecina. Un jergón apoyado en la pared, una mesa baja, una bandeja con una jarra de agua, un bol de arroz a medias, un filete quemado en un plato de plástico.

Su compañera de encierro la escrutaba con curiosidad.

—¿Por qué llevabas puesto ese abrigo? —cabeceó hacia el bulto pardo.

—Porque tenía frío…

Pero ahora el sudor le recorría la espalda, desde la nuca hasta la cintura. Acostumbrada a los rigores del invierno nuclear, Moira se ahuecó la camiseta para desprenderse de tan novedosa e incómoda sensación. Resultó que aquella también estaba manchada de sangre.

—Parece que hubieras matado a alguien —apuntó la otra lúgubre.

A Moira se le encogió el estómago. Verdú estaba muerto, sí. Pero también lo estaría en breve el abuelo Enrique. Desazonada, dijo:

—Debo volver inmediatamente a la Vereda de los Gamos.

—Jamás he oído ese nombre.

—Dime dónde estamos y hallaré la forma de llegar.

—La cuestión no es dónde, sino cuándo.

La joven reparó entonces en el torso de la mujer. Bajo la ropa parpadeaba una luz. La forma en que doblaba las rodillas la escamó.

—¿Órganos y miembros biónicos?

—Corazón Duna 2056 y piernas Argos Prolina. Recién implantados.

Moira frunció el entrecejo.

—Los enfermos cardíacos reciben el Duna 2067 y las personas con dificultades funcionales piezas Argos Falcón.

—Pero chica, ¿de cuándo vienes tú? ¿Del futuro de mi futuro?

Aún sin entender, Moira murmuró:

—Ayer era 4 de junio del 2068, luego hoy ha de ser 5 de junio del…

—Del 2022, criatura, del 2022. Al menos eso dice nuestro loco carcelero. Somos dos incoherencias temporales.

—Querrás decir cuatro.

La voz, no por ronca menos atiplada, había surgido del otro lado del pasillo que separaba las celdas. Asomaba al espacio central, también entre barrotes, un rostro muy arrugado. El hombre tenía el pelo níveo. Debía rozar los ochenta.

—Esa maleducada que ni se ha presentado se llama Delia. Y mi nombre es Andrés. Vengo del 2041 y aquí el compañero asegura que procede del 2053 —dijo cabeceando hacia su izquierda—. O eso es lo que hemos logrado entender. No habla nuestro idioma. ¿Tú cómo te llamas?

A ella le sobraban las presentaciones. Tenía sus propias urgencias.

—Necesito hablar con ese tipo, ¿cuándo vendrá?

—Pronto. A traer la comida y llevarse el cubo de los meados y las cacas —apuntó el anciano con asco.

—Es un tío raro… —intervino Delia—. No deja de hacernos analíticas y de interrogarnos sobre cuestiones médicas de las que nada sabemos. Le obsesiona encontrar en nuestra sangre rastros de Fierabrás… ¿has oído hablar de ese remedio? Anda que si tú estuvieras vacunada…

Moira tomó el abrigo y palpó los bolsillos. Ni Proexofrán, ni Fantasma Azul, ni Fierabrás. Abandonó la búsqueda sobresaltada. Acababan de abrir la puerta del sótano y alguien descendía despacio por las escaleras.

Bajo la rudimentaria guirnalda de bombillas se materializó un joven. La luz incidía sobre su cráneo desnudo de pelo y lo hacía brillar. Los pómulos angulosos sobresalían y arrojaban un baile de claroscuros que le otorgaban al rostro estragado un aire espectral.

—Así que es cierto… —bisbiseó detenido ante su celda.

—¿Tú sabes que hacemos aquí? —lo espetó ella sin darle tiempo a recuperar el aliento que parecía faltarle.

—Yo… bueno, yo… soy el motivo, me temo —logró articular.

La rabia atrapó el entendimiento de Moira. Sacó los brazos de la celda y agarró al joven de los antebrazos. Por segunda vez en 24 horas zarandeaba un saco de huesos. A diferencia de Verdú, aquel chico se resistió a tiempo de evitar que le incrustara la cara contra los barrotes.

—¡Debo volver con mi abuelo! ¡Se muere! ¡Sácame de aquí!  —le voceó.

—Me gustaría ayudarte, pero…

—¡Habla con el secuestrador y díselo! ¡Dile que tengo que marcharme!

Tras aquel último alarido, Moira se rompió en un llanto abrupto y amargo.

—Es mi padre. Se lo diré… —aseguró el joven.

Ella siguió llorando. Tanto tiempo que cayó rendida bajo la afligida y atenta mirada de él. En el agrio duermevela que siguió a su extenuación, logró susurrarle:

—Al menos tráeme agua para asearme y ropa limpia.

12 de junio del año 2022

Bruno tomó por costumbre bajar de madrugada, cuando su padre afirmaba dormir tan profundamente que ni un estallido nuclear podía despertarlo. Le llevaba la ropa de su madre que quedaba por casa, fruta y abundante agua que ella usaba indistintamente para beber y asearse.

Asistía a sus abluciones y sus charlas absolutamente hechizado. La sensualidad de sus movimientos, la fiereza de su mirada, su irresistible determinación. No tardó en sucumbir a la intensidad con que manifestaba sus sentimientos y a la rotundidad de sus opiniones. Embriagado de emociones para él desconocidas, comenzó a descuidarse.

Se olvidó del sigilo, de cerrar todas las puertas…

«Algún día saldréis de aquí», decía cuando Álvaro, en el transcurso de la octava noche de visitas clandestinas, apareció en lo alto de la escalera.

—¡Te ordené que no hicieras esfuerzos y que no bajaras aquí!

Ambos volvieron el rostro hacia el hombre delgado y de cabello entrecano que se dirigía a ellos con ademán beligerante.

—¡Esto es monstruoso! —aulló Bruno ignorando la reprimenda.

—¿Monstruoso? ¡Es un milagro! ¡Vas a sanar!

—Pues si ya no los necesitas, no debes prolongar su cautiverio.

Álvaro adoptó un rictus sombrío.

—Hijo, no te voy a mentir. No voy a liberarlos. Pero no te preocupes. Cuando decida deshacerme de ellos, no sufrirán.

—No puedes salvar mi vida a cambio de la de cuatro personas inocentes, no es justo —gimió Bruno—. No voy a consentirlo, papá.

—¿Vas a denunciarme? ¿Quieres verme preso?

—¡Si, si es lo que mereces!

—¡Nunca imaginé que podrías ser tan ingrato!

—¡Ni yo que fueras a convertirte en un asesino!

Moira, que asistía a la discusión con un terror frío trepando del estómago a la garganta, comprendió que la única opción de salir de allí era empujar a Álvaro a cometer un error que precipitara los acontecimientos.

Así que se agarró a los barrotes y gritó:

—¡Su hijo no se va a curar!

Bruno entreabrió la boca. Los ojos vidriosos y espantados viajaron de ella a su padre.

—¡Mientes! —rugió este.

Moira tragó saliva y adoptó un tono profesoral.

—Fierabrás aún no se usa como cura, sino como profilaxis. Una combinación de nanotecnología y de ARN centinela que modifica las células, las hace resistentes a virus y bacterias e impide su anormal multiplicación… pero es ineficaz en pacientes enfermos.

—Así que ahora eres una experta y no una pordiosera como parecías al llegar.

—No me juzgue por mi apariencia. Mi padre será médico, en casa habrá revistas científicas… Créame, su hijo no va a mejorar, no hay nada que hacer. No al menos con la vacuna en venta en el 2068, quizás más adelante…

—No importa papá, no importa —terció Bruno abatido—. Mi único deseo es que los dejes ir.

El hombre negó.

—Mañana vendrá Judith a verlos. El martes vaciaré esta madriguera. Urge traer otra remesa.

CONTINUARÁ

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Esther Cabrera
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