Fierabrás y la Caminante. Episodio III

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Fierabrás y la Caminante. Episodio III, un relato de ciencia ficción escrito por Esther Cabrera donde el presente y un futuro distópico se entrelazan.

Moira, en plena negociación con Verdú para lograr el tratamiento que necesita para salvar la vida de su abuelo, se ve empujada a cometer un acto inesperado y escapar. Lo que no alcanza a sospechar es que, en su atropellada huida, la distancia no solo se computará en metros.

Fierabrás y la Caminante. Episodio III

Esther Cabrera

—Vi a mis padres morir del mismo mal el otoño pasado. Conozco los síntomas.

—Pero ese tratamiento tiene un precio…

—He traído esto como pago —lo interrumpió ella, ahuecando el bolsillo derecho del abrigo para mostrarle un puñado de inyectores—. Son caros, de un vehículo de permambutol. Puedo conseguirte más.

—Si los has sacado de los coches viejos que robas y despiezas, no los quiero. El último radiador que trajiste le falló al cliente al tercer día. Hube de devolverle su dinero y, lo que es más grave, disculparme.

—Estos son nuevos. De un coche patrulla.

Verdú se echó a reír a mandíbula batiente,

—¿Le has robado a la poli? ¡Qué coño! Ahora sí que eres mi heroína —sin más trámite le destrabó el cinturón del abrigo y, olvidándose al parecer de su aprensión, deslizó las manos bajo sus pantalones.

Ella logró contener la arcada al sentir el aliento en su cuello y la erección sobre su estómago; pero hubo de pugnar más arduamente para atrapar el grito que, ante el peligro de que descubriera el cuchillo oculto, asomaba también a su garganta. Logró apartarlo cuando los dedos sarmentosos rozaban el espacio entre sus nalgas.

—Te he dicho muchas veces que no.

—Pero ¿qué más te da?

—Que no, Verdú, que no.

—Si te reservas para un hombre de Madrid es que eres boba. A los tipos de Madrid no les gusta la basura y tú eres basura.

Ella sollozó. Tristeza, dolor, humillación.

—Te lo ruego, Verdú, preciso ese tratamiento. Si mi abuelo se cura, volveré dispuesta a hacer lo que me pides —dijo con la barbilla pegada al cuello.

El joven volcó la cabeza hacia su derecha. Señaló con la mirada un contenedor amarillo que languidecía bajo unos anaqueles destartalados y combados bajo el peso de un sinnúmero de latas de conserva.

—Ahí dentro hay tres dosis de Proexofrán. Es decir, la pauta vacunacional completa; así que no tenemos por qué esperar… —dijo amagando con agarrarla de nuevo.

Pero aquel despojo humano al que se le atisbaban las costillas no era rival para Moira. Acostumbrada a correr para huir de la pasma; a trepar por los inestables tejados de Vereda de los Gamos para alcanzar con más rapidez el camino que, a espaldas del poblado, conducía al centro de Madrid; a levantar pesos que casi alcanzaban el suyo cuando lograba tantas cartillas que llevaba a casa comida para varios días… no tuvo más que propinarle un liviano empujón para derribarlo.

—¡Estúpida! ¿No ves que soy tu única esperanza?

Cuando él logró alzarse, Moira tiró los inyectores a sus pies.

—Este es el pago. Si esas dosis están ahí, entrégamelas —reclamó y, de un nuevo empellón, lo estrelló contra la pared.

A Verdú le crujieron unos cuantos huesos, pero no quedó aturdido como Moira esperaba. Extrajo entonces el cuchillo y lo blandió ante sus ojos.

—Dame eso, podrías hacerte y hacerme daño —gruñó Verdú.

—Prueba a quitármelo si tienes huevos.

—No lo necesito para abrirte en canal —Moira no pudo amarrar el pánico cuando, tras un leve chispazo, la luz de una bujía eléctrica se proyectó sobre ambos y arrancó un reflejo líquido al acero que bailaba ante sus ojos. Verdú se había hecho con un machete, hasta entonces oculto entre las telas que cubrían el sillón en el que reposaba su lamida existencia al recibirla—. Los ricos aborrecen los órganos y tejidos artificiales; no te haces una idea de la pasta que pagan en el mercado negro por recambios vivos…

Ella decidió entonces ser prudente y volver en un momento más propicio, encarar la situación desde otra perspectiva, con más calma. Pero, en su intento por escapar, tropezó con las cadenas de los perros y cayó. Sucedió deprisa. Cuando Verdú se sentó a horcajadas sobre su cintura, fue el instinto de supervivencia el que obró por ella.

La estocada fue tan profunda que al mover la hoja hacia un lado quedó al aire la tráquea seccionada. La sangre, impulsada por el frenético bombeo del corazón, se derramó sobre ella, al igual que el propio Verdú, que emitió un leve gorjeo antes de expirar contra su pecho.

Poseída por un temblor incontrolable, hizo el cuerpo a un lado y se arrodilló junto a él. Buscó la llave del pasador que blindaba la caja de las medicinas en los bolsillos y recovecos de la ropa. Allí no estaba. No la halló tampoco en las alacenas, ni en los armarios, ni entre las mantas. En su desesperada búsqueda se topó con una palanca metálica.

Los ladridos de los perros enloquecidos por la sangre atrajeron la atención de los esbirros, que comenzaron a aporrear la puerta en el instante en el que el cerrojo volaba por los aires y la cadena resbalaba. El contenedor estaba repleto de viales, cánulas y jeringas. Leyó todas las etiquetas. Allí había curas para un sinfín de enfermedades, incluidas las del espíritu. Tomó la caja de suero nucleótido, comercializado con el nombre de Proexofrán, dos dosis de Fantasma Azul —por si después de lo sucedido necesitaba ayuda adicional para abstraerse de su ya de por sí dolorosa y mísera existencia— y la última bolsa de jeringas que quedaba en tan particular botiquín. Bajo aquellas se topó con un estuche oblongo y metálico. Al leer el nombre del medicamento, biselado en la especular superficie de la cápsula, quedó sin aliento. El exorbitado precio de aquel tesoro de la ciencia, cuyas milagrosas virtudes pregonaban los boletines radiofónicos de propaganda médica, podría cambiar su vida. Un mínimo resquicio de esperanza anidó en Moira mientras lo introducía con lo demás en un bolsillo. Cruzó el abrigo empapado de sangre sobre su cuerpo y escudriñó el entorno. La puerta que daba acceso a la escalera de incendios estaba atrancada y protegida por otro cerrojo. Cuando las bisagras de la que quedaba a sus espaldas cedieron al empuje de los matones, comprendió que no tenía tiempo de forzarla.

Bordeó el charco rojo y espeso que se extendía bajo el cuerpo de Verdú y atisbó una holgura en los paneles que conformaban el endeble cerramiento del cubil. Se lanzó con el hombro por delante. La pared cedió en el parpadeo en que los esbirros entraban a tropel en la madriguera.

¡Eh! ¡Serás puta! ¡Lo has matado! —la increpó uno.

—Olvídate de ella, ¡mira la caja! —voceó el otro—. Tío… ¡aquí hay mierda de la buena!

Moira era consciente de que debía aprovechar la mínima ventaja que le concedía que aquellos yonquis estúpidos se hubieran retenido para hacerse con la droga, pues, en cuanto se les pasara la obnubilación por el hallazgo, la perseguirían para vengar la muerte de su amo. Apretada contra la plataforma de la escalerilla que separaba el tramo superior de aquel al que se accedía desde la segunda planta, buscó con la vista el lugar en el que se hundían los últimos escalones. Reposaban sobre un profundo charco, cerca del declive septentrional de la elevación. Incorporándose, se lanzó encorvada hacia abajo.

Corrió después hasta llegar, con los pulmones en llamas, al borde del talud que escoltaba la acequia de aguas residuales que separaba los distritos chabolistas del resto de Madrid. Sintiéndose expuesta, decidió continuar por el camino que, tres metros más abajo, la ribeteaba. Inició el descenso con mucho cuidado. Pero la pendiente estaba tachonada de cascotes de obra, bolsas de plástico y latas vacías y acabó rodando por el barranco. Quedó varada entre unos carrizos y la pedregosa orilla del canal. Frío, miedo, el corazón amenazando con salírsele por la boca. Y ahora, además, el cuerpo dolorido y las manos laceradas.

Al menos había dejado de llover y la toldada de plomo arrojaba estertores de sol rojizo. El rubor crepuscular espejó de sangre el agua de la conducción y, en un instante, el viento dispersó sobre su cabeza nubes de contornos purpúreos. Moira necesitaba recuperar el resuello antes de proseguir. Absorta en tan hermosa contemplación, ajena por un instante a lo que acababa de suceder, se sentó con las piernas plegadas en un abrazo y reposó el mentón en las rodillas.

La quietud, acompañada por el gorjeo del fétido cauce, se agrietó de repente como lo hizo el propio cielo. El rugido la obligó a enderezase de una sacudida. Volvió los ojos hacia la brecha iridiscente que fragmentaba el orbe sobre su cabeza. La luz emergida de la herida celeste la encegueció. Acertó a palpar su bolsillo. Ratificada la indemnidad de las ampollas de droga —de haber quebrado alguna la mera bocanada de sus emanaciones podría justificar una alucinación—, no pudo sino asumir que lo que sucedía era real en el instante en que, adormecidos los demás sentidos y rígidos los miembros, todo se volvió negro.

CONTINUARÁ

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Esther Cabrera
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