Fierabrás y la Caminante, Episodio II es la segunda parte de un relato de ciencia ficción escrito por Esther Cabrera donde el presente y un futuro distópico se entrelazan.
La acción retorna al Madrid postapocalíptico de 2068. Corren malos tiempos para los desahuciados. Moira a quien conocimos en la primera entrega, se encuentra con Verdú (imagen). Este encuentro tendrá consecuencias inesperadas.
FIERABRÁS Y LA CAMINANTE
Esther Cabrera
Madrid
4 de junio del 2068
Moira asomó la cabeza por el ventanuco ganado a la pared desconchada. Jarreaba desde las doce. Eran las cuatro y media de la tarde y Vereda de los gamos se había convertido en un lóbrego lodazal. Suspirando se giró. La borrasca proyectaba su penumbra azulada sobre el bulto inmóvil. La silueta del abuelo Ernesto apenas se columbraba bajo las mantas. Llevaba dos días sin moverse, negras pústulas cubrían sus labios, una herida ulcerosa había perforado la aleta derecha de la nariz, los esputos eran cada vez más rojos. La Parca giraría visita en breve.
Aun cuando el miedo a encontrárselo muerto a la vuelta hacía nudos en sus tripas, no quedaba otra opción. Usó un pedazo de cinta americana para adherir a su espalda un cuchillo. Después se ciñó el abrigo con una correa, se calzó unas botas de agua destartaladas y se aventuró en la desapacible intemperie en dirección al Cerro de los Gamos.
Rebautizado como «Cerrocristales» por sus propios ocupantes, aquel alto perteneció a Vereda de los Gamos hasta que la junta de gobernanza municipal decidió demoler el poblado original para construir, al albor del 2047, en lo alto del impetuoso y plano otero que le otorgaba su geológico nombre, un hospital para la investigación y tratamiento de las sucesivas pandemias que sacudieran la Europa profundamente enferma que no resistiría, a mediados de los cincuenta, el embate de la Madre de las Guerras.
Durante más de una década las nubes de ceniza, la lluvia ácida y las incesantes nevadas desgastaron la estructura regalando al entorno un armazón de vigas desnudas. A sus pies, en un solar yermo, se sucedían, entre pilas de ladrillos y bidones vacíos, las torres infinitas de vidrios astillados y cristales rotos que habían provocado el oficioso cambio de nombre del altozano.
No habiendo sido reclamado ni precintado el ruinoso edificio tras la confrontación bélica, los chabolistas habían regresado a sus dominios para ocupar las plantas inferiores. Delgadas láminas de yeso, cuando no cartón corrugado, separaban la intimidad de unas familias de la de otras mientras la uralita y la tela asfáltica sustraída de los edificios abandonados que se arracimaban cerca del vertedero sur cubrían a duras penas las oquedades más grandes. Las plantas superiores, mejor acondicionadas, albergaron pronto a los pobres más poderosos: aquellos que especulaban con tiques de racionamiento de comida y energía.
Verdú, como tantos de aquellos, se había iniciado en la delincuencia trapicheando con los cupones que robaba. Pero pronto comprendió que, con la sanidad privada como única y, por ende, inalcanzable opción para la población marginal, proporcionar medicinas a sus miserables convecinos le reportaba más beneficios que el menudeo, la chatarra y el contrabando con corriente alterna.
Tal ampliación del negocio era la que interesaba a Moira.
Llegó al pie de Cerrocristales cuando rozaban las cinco. Serpenteó entre regueros de aguas fecales convertidos en profundas torrenteras por la tormenta, esquivó charcos en los que se acumulaba un caos de inmundicia, bombonas de gas vacías y ruedas, y entró en los dominios de Verdú a través de un oportuno agujero abierto en la valla culminada de concertina con la que el traficante delimitaba su territorio. Por una acusada cuesta alcanzó la cima. Desde allí, entre las cilíndricas columnas que sustentaban el armazón del hospital, se vislumbraba el vertiginoso skyline del Madrid postapocalíptico envuelto por una bruma grisácea y densa. Tan empinado contorno contrastaba con el pando mar de plástico que daba cobijo y protección a los alimentos destinados a nutrir a la superpoblada urbe.
Calada hasta los huesos, con la impronta de tan sobrecogedora imagen en las retinas, atravesó lo que fuera proyecto de jardín interior del complejo hospitalario. En el vestíbulo, desnudo de mostradores y salas de espera, dos familias se encorvaban sobre cubos en los que ardían fuegos vivos.
Pasó entre ambas y se dirigió hacia la escalera sin pasamanos que daba acceso a las plantas superiores.
La madriguera de Verdú estaba al fondo de la tercera. No solo era un rincón remoto, también un lugar privilegiado para un delincuente, pues le otorgaba la posibilidad de huir, en caso de redada, por la única escalerilla exterior de incendios que no había sucumbido aún a la herrumbre.
Ante la puerta se topó con sus dos esbirros. La dejaron pasar sin preguntar. En Cerrocristales sabían que aquella muchacha pelirroja de piel aceitunada y mirada opalescente era, junto con generosas dosis de Fantasma Azul —el último grito en drogas de diseño—, la más peligrosa debilidad de su amo.
Se lo encontró fumando, acompañado por sus tres perros. Atados a la pared con cadenas, hicieron el inane amago de lanzarse a por ella entre ladridos.
—¡Callaos!, ¡callaos! Y tú, pasa y ponte cómoda.
Ella lo observó con la habitual mezcla de repugnancia y compasión. Tenía su edad y en otra vida podría haber sido atractivo. Ahora, la tez pecosa sin lustre, los ojos pardos carentes de brillo, los labios amoratados y resecos… le otorgaban una mueca siniestra. Estaba tan delgado que, bajo la camisa desabrochada, se atisbaban los huesos de la caja torácica; la curva superior de las caderas encrestaba la piel macilenta sobre la cinturilla del pantalón.
—Necesito ayuda —le dijo finalizado el escrutinio.
—¿Otro cupón?
—No. El que me llevé el lunes me dará para un par de días.
Verdú rio. Y al hacerlo dejó entrever dos filas de dientes amarilleados por el tabaco y las drogas.
—Siempre he admirado tu habilidad para estirar su validez.
Moira amagó una sonrisa mordaz. Decidió omitir la referencia al acumulador que le había levantado en una de sus últimas visitas. En lo que duró su cavilación él se puso en pie, tiró la colilla consumida y se pegó a ella.
—Entonces estás aquí porque por fin te has dado cuenta de que te gusto tanto como tú a mí.
—Necesito ayuda —repitió Moira, ahora en un rumor. Sin rastro de condescendencia y asqueada por su cercanía añadió—: Mi abuelo precisa suero nucleótido.
Por un instante el espanto recorrió el rostro de Verdú. Aunque no llegó a apartarse, balbució mirando a otro lado:
—¿Se ha contagiado de H26? ¿Estás segura?
CONTINUARÁ…
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