Fierabrás y la Caminante. Episodio Final

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Fierabrás y la Caminante. Episodio Final, un relato de ciencia ficción escrito por Esther Cabrera donde el presente y un futuro distópico se entrelazan.

Alvaro tratará de deshacerse de los sujetos de experimentación traidos del futuro. Mientras tanto, Moira urde un plan de escapatoria en el que Bruno se convertirá en pieza clave. ¿Logrará sobrevivir a este viaje inexperado al pasado?

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Fierabrás y la Caminante. Episodio Final

Esther Cabrera

13 de junio del 2022

Moira había comprendido que, aunque pudiera regresar a Vereda de los Gamos, nada le quedaba por hacer en el remoto y helador 2068 más allá que enterrar a su abuelo en una zanja, malvivir con la venta de chatarra y quizás responder por la muerte de Verdú. Por el contrario, el soleado 2022 le ofrecía la posibilidad de iniciar una existencia con la que jamás se hubiera atrevido a soñar. Bajo tal consigna había perfilado su plan.

Así, cuando Judith se acercó a ella tras asistir a Delia, a Andrés y al extranjero —que resultó ser un eslovaco de vacaciones en el Madrid del 2053—, dejó que el silencio se estirase antes de afirmar con determinación:

—Mi único deseo es morir al aire libre.

—No será posible.

Moira esbozó una sonrisa sardónica.

—Lo que no es posible es que ese chalado desplace cuatro cadáveres allá donde tenga pensado sepultarnos… ¿o es que va a ayudarlo usted?

—En realidad… no tengo claro cómo pretende…

—Bruno lo ha visto marchar al amanecer con dos azadas al hombro y regresar cubierto de polvo —la interrumpió la joven—. Usted va a convencerlo de que la mejor opción es trasladarnos vivos hasta la fosa que excava para nosotros. Una vez allí me será fácil reducirlo y huir.

Moira detectó la duda en el mutismo de Judith.

—Bruno dice que, en cuanto usted supo de las actividades de su padre y de nuestra existencia, se lo contó —prosiguió—. Reconozca que lo hizo para implicarlo: buscaba un aliado para nuestra salvación.

Judith dobló la nuca y dejó la vista clavada en el techo.

—¡Ah! Pobre Bruno… ¿sabes que se ha enamorado de ti?

Claro que lo sabía. Del mismo modo que la desdicha, la inteligencia, la sensibilidad y la ahora recóndita apostura del joven habían doblegado su propio ánimo.

—Hágalo entonces por él.

Judith dejó ir un suspiro agotado.

Moira no insistió. Se limitó a paladear la libertad en la mirada encharcada de la psicóloga.

14 de junio del 2022

A través de la luna trasera observaba las sacudidas del coche que los seguía. Cada vez que pisaba un bache quedaba en equilibrio sobre tres ruedas y seguía avanzando sin perder la estela de la furgoneta a la que los había subido Álvaro diez minutos antes.

Cuando se detuvieron, el hombre bajó y abrió precipitadamente el portón.

—Fuera, rápido —les espetó.

Acababa de rayar el día y un mínimo rastro de bruma enmarañaba los olivos. El tempranero canto de las chicharras anunciaba una nueva jornada calurosa. Quedaron varados en tan bucólico entorno a la espera de que del otro coche descendieran Judith y Bruno.

El joven había manifestado también una última voluntad: morir junto a ellos.

Moira no había contado con aquello. Álvaro, tampoco. Solo asomaba el desencanto a su rostro. Que Bruno hubiera optado por inmolarse al lado de las víctimas colaterales de su enfermedad, debía parecerle una traición.

Desfilaron juntos y en lúgubre procesión hasta el borde del hoyo donde Álvaro, en un ominoso silencio, extrajo de una bolsa de tela cinco minúsculos frascos de vidrio. Los repartió como el que distribuye cromos en la puerta de un colegio.

A su hijo, sin mirarlo a la cara, le preguntó:

—¿Estás seguro? Quizás los siguientes…

—No quiero ser partícipe. Déjame ir en paz.

Álvaro amagó con proseguir, pero se envaró y giró sobre sus talones.

Se columbraban, avanzando en medio de una barda de polvo y un rugido de motores, los perfiles de dos vehículos de la Guardia Civil.

—¿Has sido tú, Judith… por qué? —graznó el hombre.

Y, olvidándose de su hijo, de su abnegada terapeuta y de todo lo que no fuera alejarse de la inminente detención, emprendió una desesperada huida a través del olivar.

Judith tampoco perdió el tiempo. Se volvió hacia Bruno.

—Usad el camino que bordea la finca para llegar a la autovía —le urgió tendiéndole las llaves del coche y una cartera negra—. Estos son mis ahorros, en la cárcel no los voy a necesitar. Podréis vivir cómodamente hasta que mueras.

—¡Pero tú no has hecho nada!

—Precisamente por tal motivo. Debí denunciar esto el mismo día que tuve noticia y no hace media hora. De los otros se encargarán las autoridades, pero vosotros debéis iros ahora —ante la quietud y el desconcierto de ambos les gritó—: ¡Iros, joder, iros!

Fue ella la que se puso al volante.

—¿A dónde?

—A ver el mar. Por si fuera mi última vez.

—Me vale. Será para mí la primera.

Llegaron a su destino cuando el crepúsculo, que se posaba en el límite occidental de una remota cala, arrancaba reflejos rosados a la superficie mercúrica y levemente rizada del mar. Agotado por el viaje, él se tendió de inmediato sobre la arena. A Moira, en pie, el salobre relente vespertino se le enredó en los cabellos y le humedeció los labios. Desbordados los sentidos y sus más íntimas fronteras, se desnudó. Le tendió las manos a Bruno.

—Bañémonos.

Él, que la observaba con el rubor trepando desde la garganta hasta donde una vez estuvo el nacimiento del pelo, negó.

—Me avergüenza mi cuerpo… no solo estoy muy delgado, tengo llagas…

—Ya no —lo atajó ella.

Bruno, renuente primero, resignado después, le dio la espalda y se desvistió despacio. Sollozó al comprobar que las costras que por la mañana jalonaban sus sangraduras y cubrían el interior de muslos y corvas ya no estaban. Palpó costados y omoplatos. Allí no había rastro de úlceras. Olvidándose del pudor, se volvió como impulsado por un resorte.

—¿Cómo es posible? —balbució.

—Diez días. Ni uno más ni uno menos tarda Fierabrás en aniquilar por completo las células cancerosas y reconstruir los tejidos.

FIN

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Esther Cabrera
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