Hace poco, mientras realizaba trabajo de investigación para un proyecto en el que estoy trabajando, estuve leyendo hasta altas horas de la madrugada sobre la mitología de los inuit. Tal es la influencia de la herencia grecolatina sobre el imaginario colectivo actual que muchas veces no encontramos motivo para buscar historias en otras culturas. Después de todo, la inmensa mayor parte de la literatura que nosotros, los occidentales, erróneamente denominamos «universal», está cimentada en los cuentos con los que griegos y romanos explicaron los fenómenos del mundo que les rodeaba.
Y sin embargo, a miles de kilómetros del Mediterráneo, humanos con el mismo deseo de revestir la realidad de magia desarrollaron una mitología que armoniza, de manera sutil e intrincada, con la cultura judeocristiana que hemos construido sobre la herencia grecolatina.

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El pueblo de los inuit
Los inuit son una variedad de pueblos indígenas del Círculo Polar Ártico, la mayoría de los cuales han habitado, desde hace siglos, las regiones más septentrionales de Alaska, Canadá y Groenlandia. Cuesta imaginar qué impulsaría a personas a habitar regiones con condiciones climatológicas tan hostiles, pero los inuit triunfaron donde los vikingos tuvieron que rendirse. Son una cultura perfectamente aclimatada al frío polar, un paisaje en prácticamente perpetua congelación y la precariedad constante de alimento. No es de extrañar que todos estos factores contribuyeran a las características de su mitología.
Las creencias inuit
La fe de los inuit podría definirse como chamanismo animista. Al igual que para los mongoles o los aborígenes australianos, el cosmos no es una máquina en perfecta sincronía diseñada por un ser todopoderoso, sino un caos en el que nada ni nadie reina por encima de otros. El mundo pertenece a los espíritus, y tanto los animales como los seres humanos son meras vasijas para ellos. A este concepto de alma lo llaman anirniit, y podría decirse que no se diferencia tanto de la idea cristiana de que todos tenemos una esencia que asciende cuando nuestro tiempo en este mundo torna a su fin. Ah, pero los inuit son mucho más consecuentes con esta creencia…
El dilema del ser humano, es decir, de un amasijo de carne y huesos poseído por un anirniit, es que su sustento a lo largo de la vida proviene de otros anirniit. Tengamos presente que nada puede cultivarse en el suelo ártico, y que por lo tanto la dieta inuit se basa, casi en su totalidad, en carne de focas, peces y caribús, todos ellos, por su puesto, en posesión de sus propios anirniits.
Los devoradores de almas
Al igual que el jugador en cualquier entrega de la saga Dark Souls, los inuit son devoradores de almas para los que matar a un animal acarrea las mismas consecuencias espirituales que asesinar a una persona. ¿Cómo lidiar, pues, con semejante carga de conciencia? Una rutina incesante de rituales y prácticas cotidianas.
Cuán distinto sería el mundo en el que vivimos si en todas las religiones se temiera que, al acabar con otra forma de vida, el espíritu de esta pudiera buscar venganza. Pero la cosa no termina aquí. ¿Qué ocurre pues, cuando un espíritu jamás ha poseído un cuerpo con el que interactuar con el mundo? A este fenómeno los inuit llaman tuurgait, y es, con diferencia, una de las manifestaciones del concepto de fantasma más hermosas y aterradoras que jamás he conocido.
Un tuurngait no es, por definición, maligno. Hay quien, en la tradición cristiana, se apresuraría a llamarlos «demonios», pero la verdad es que son más que eso. Un chamán inuit es capaz de entrar en comunión con ellos en busca de ayuda o consejo sin que se considere pecado o sacrilegio de ninguna clase. El problema, en todo caso, vendría a la hora de una posesión en la que un tuurngait maligno se apodera de un ser humano para impulsarle a cometer crímenes o actos que perjudican a la tribu.
La danza eterna de los espíritus
Más allá del pragmatismo que supone basar tu religión en la constante práctica de rituales y acciones destinados a perpetuar y proteger la supervivencia del grupo en uno de los lugares más hostiles del planeta, encuentro esta cosmología fascinante.
Cuán ególatra es considerarse, como nuestros antepasados hicieron, el centro de la creación, el protagonista del universo. Ahora cerremos los ojos, transportémonos a la interminable extensión blanca de los hielos árticos, y oteemos el horizonte pálido, el cielo negro salpicado de auroras, y sintámonos microscópicos e insignificantes en una danza eterna de espíritus en la que no somos más que un paso.
Hay quien lo encontraría desasosegador. A mí, por otra parte, me transmite paz.
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Gracias, me encanta todo lo relacionado con la cultura nativa de Norteamérica. Desde los documentales como: Koyaanisqatsi y Reel Injun, las películas como Corazón Trueno y Señales de humo, la fotografía de Edward S. Curtis o las series modernas como Dark Winds.
De la conexión que tenían con la naturaleza y su modo de entender la vida (y la muerte) tenemos mucho que aprender. Gracias a ti, me has recordado una historia que quizá podamos incluir en algún capítulo de Daimones y Mazmorras.