El bosque de los secretos

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Relato de María José Bravo Moñino

En mitad de una noche de otoño sin Luna, las estrellas fueron testigo de la huida de una niña hacia el bosque. Nadie la perseguía, solo yo, guiando sus pasos rápidos hacia mí. 

Su voz rasgada llegó a mis oídos y me apuñaló el alma. 

     Sola, sucia y temblando. Así encontré a la pequeña Becca. Abrazada a sus rodillas, junto al tronco de un gran roble, muy cerca del sendero que se pierde bosque adentro.

     «Shhh. No estás sola. Cálmate. Estás conmigo», le susurré, haciendo lo posible por calmar su tembleque.

     No se sorprendió al verme. Alzó su rostro y me vi en sus ojos… Me perdí en aquella tristeza tan oscura como el azabache que adornaba aquel rostro pecoso surcado de lágrimas.

     —Lejos… Llévame muy lejos. Quiero quedarme contigo, por favor.

     Solo deseaba envolverla con mis brazos, decirle que todo estaba bien, pero ambos sabíamos que eso era imposible. 

     Como si me leyera el pensamiento, me pidió que la siguiera a través del bosque.

                   ***

     La primera vez que nos vimos ella jugaba sola en el patio trasero de su casa. Otra vez con su mirada perdida en las hojas que cubrían el suelo otoñal. Otra vez abrazada a sí misma con tanta fuerza que parecía sujetar sus pedazos rotos. Otra vez, con su piel marcada por un monstruo voraz que iba matando su luz poco a poco.

     A pesar de la distancia, me miraba a los ojos y me veía el alma. La niña pecosa de las trenzas fue la única que supo verme sin miedo, me lo decía su sonrisa. Me llenaba de vida escuchar su risa mientras las hojas del jardín volaban a nuestro alrededor. 

     Fue entonces cuando comenzó su pesadilla… cuando me puso un nombre.

     —No puedo soportarlo más, Peter. Ayúdame.

     Un mal presagio. Ella no estaba bien y yo lo sentí, aquí, en el hueco vacío. No dudé un instante en ir a buscarla y liberarla. Puso toda su confianza en mí y yo no iba a fallarle.

    «No mires atrás. Sígueme. Aquí estarás a salvo». 

                  ***

     Se levantó, haciéndome un gesto con la mano para que la siguiera. Daba pequeños saltitos, atravesando el bosque, como si lo conociera a la perfección. Sin duda, quería mostrarme algo muy especial, pero no fue hasta que llegamos al riachuelo que se detuvo para mostrármelo.

     ¡Era la niña más linda que jamás había visto! Me enamoré de la luz que desprendía su rostro cuando se acercó a mí, ocultando algo entre sus manos. Una mirada cómplice, volver a ver sus hoyuelos y un aleteo… 

      Abrió sus manos lentamente, dejando expuesta a la más bella criatura que jamás había visto: aquel insecto tenía un cuerpo esbelto que simulaba un palo cubierto por diminutas vellosidades; ojos grandes de una tonalidad nada envidiable al rubí, y unas alas de seda negra, moteada por una filigrana de polvo de estrellas bajadas del mismísimo firmamento. No estaba solo, puesto que había otro de un tamaño algo menor. 

      —Dos libélulas negras, dos almas conectadas, Peter.

      Boquiabierto quedé al extender mi mano e intentar tocarlos, pero para nuestra sorpresa, dimos un respingo cuando alzó el vuelo. Nos miramos. Reímos. Las carcajadas llenaron el silencio del bosque como si hubiera sido invadido por unos dementes. Sí, eso éramos. Unos dementes por intentar sobrevivir en un mundo que no estaba hecho a nuestra medida.

     —Quiero verte, ven.

     Quedé estático, inmovilizado al ver cómo se deshizo de la ropa que cubría su pequeño cuerpo maltratado, cómo se iba adentrando en el río, viendo cómo poco a poco se hundía por completo. No fui consciente del tiempo que pasó hasta que sentí su mano encajar en la mía. Sus hoyuelos, sus pecas, su amplia sonrisa… Al fin pude acariciar su rostro sin temor a evaporarme.

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Alberto de Prado
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