Cuando quise ser luz

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Relato de María José Bravo Moñino

Me encuentro con la joven Caperucita en un frondoso bosque cada atardecer. Me duele mirarle a los ojos color avellana. No estamos en invierno, pero cada día, más prendas cubren su cuerpo. Lo que el primer día fue una falda midi, hoy son unos jeans; una blusa de mangas largas en lugar de un corpiño estilo palabra de honor. Soy culpable de ese cambio. Ella está sufriendo, y yo sufro por ella.

Conoce mi naturaleza salvaje y, aún así, no cambia su camino. Se adapta a mi, dispuesta a perder su esencia, a perder su capa y su canasta de frutos con tal de pasar unas horas en mi compañía. Aúllo a la Luna, intentando mitigar la desolación que siento al verla curarse las heridas de mis arañazos en su cuerpo. Me estoy hundiendo en esta oscuridad deprimente, y la estoy arrastrando conmigo. Esta muriendo lentamente, ya apenas es un atisbo de la que fue la primera vez que nos miramos a los ojos y nos vimos el alma.

Hoy es Luna nueva, el cauce de un río cercano se oye con más fuerza. Será cuestión de tiempo que me olvide, jamás le hice bien. Cierro los ojos al llegar a la pequeña orilla del ahora imponente río. Una brisa me trae su olor a cítricos, no dejo de aspirarlo mientras mi pelaje se moja a medida que voy avanzando. La baja temperatura del agua comienza a bloquear mis movimientos, únicamente sobresale mi cabeza. Noto mi cuerpo más pesado, como si algo se aferrase a mi cuello. Mis sentidos están adormecidos, ya se acerca el final. Lo presiento, como una caricia justo antes de sumergirme; abro los ojos y la veo abrazada a mi. Quizá no fue del mejor modo, pero nos entregamos por completo el uno al otro.

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Alberto de Prado
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