Relato de la Bruja del Sur.
El siguiente relato de ciencia ficción está relacionado con el relato titulado «Insectos» de Fernando Gómez que publicamos con anterioridad. Ambos textos parten de los mismos conceptos clave.
—It’s a wonderful world—
La voz de Louis Armstrong en el hilo musical me despierta.
Desperezándome, palpo con las manos la superficie de la mesilla de noche, buscando mis gafas.
Una vez puestas, permanezco en la cama unos segundos más. Mi pálida piel se va templando con los rayos de Sol que entran a través de la ventana.
«Anoche debí dejarla abierta y me dormí sin cubrirme con la sábana», pensé al levantarme y dirigirme hacia la cocina.
—Hoy voy a tener un buen día —dije sonriente al reflejo que me mostraba el espejo.
Tener unas horas de sueño continuado me llenaba de vitalidad, tanto que parecía rejuvenecer cada vez que estudiaba mi rostro frente a aquel objeto de decoración.
El trayecto a pie desde casa al trabajo no es muy largo, pero me permite disfrutar de todo cuanto me rodea.
La ciudad de los sueños me brinda otra oportunidad, otro día en el que avanzar para conseguir mi meta.
El claxon de los coches al cruzar la calzada con calma; el bullicio al pasar junto a la cafetería donde la gente hace cola por un café de grano recién tostado, olvidando por unos instantes las prisas por llegar puntuales al trabajo.
Apenas veo el cielo azul, pero eso no quita que los escaparates me devuelvan la mejor versión de mí mismo.
—It’s a wonderful world—
Mis ojos fueron al encuentro de los labios que canturrearon esa canción. Voluptuoso cuerpo se intuía bajo un vestido con motivos tribales. Su cabello parecía el mismo Sol, su mirada calentaba mi cuerpo. Nuestras bocas tan solo a unos centímetros, cogió mi rostro en sus manos y acercó sus rojos labios a mi oído:
—Aicnetsiser al a odinevneib.
Me dejó esperando su sabor. Intenté alcanzarla, pero al rozar su hombro se convirtió en polvo, como la mariposa a la que, si tocas sus alas ya no puede volar. Se marchó difuminada, silbando la melodía de la canción del señor Armstrong.
«¡¿Qué cojones acaba de ocurrir?!».
Me apoye en un escaparate. La sangre me hervía; la vista nublada.
Froté mis ojos y volví a ver el reflejo, mi reflejo.
Repetí las palabras que dijo, sorprendido por recordarlas. Lo que vi me hizo estremecer…
Mi yo del reflejo puso en orden aquellas palabras, cobrando todo su significado:
—Bienvenido a la resistencia.
Los escaparates estallaron en mil pedazos. Cientos de fragmentos se incrustaron en mi piel, pero lejos de cubrirme, abrí los ojos.
Desperté con el corazón tan acelerado que lo creí abandonar mi cuerpo. Decenas de cables, agujas clavadas en brazos y piernas, formaban una crisálida que solo me permitía mover los ojos.
Un extraño líquido violáceo pasaba por las gomas hacia mi cuerpo. Frente a mí, un depósito metálico del tamaño de un edificio de dos plantas, lleno de botones luminosos que parpadeaban. El ruido ensordecedor de una maquinaria pesada tampoco resultaba tranquilizador.
No entendía dónde estaba, pero tenía pinta de ser una especie de laboratorio, iluminado con luces ultravioleta. Unas palabras llamaron mi atención:
“Breeding area”.
De repente, unos brazos mecánicos del grosor de un cuerpo humano adulto me apresaron en un abrazo. De lo que se intuían manos, garras capaces de destriparme en un parpadeo.
Parpadeo…
Ojalá hubiese podido parpadear cuando aquel puño robótico se abrió. Unas largas y finas agujas se desplegaron, clavándose en mis ojos.
Segundos después, todo se tornó oscuridad.
Despierto. La luz entra por la ventana y Louis Armstrong suena en el hilo musical.
—It’s a wonderful world—
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