En la entrada anterior del blog publicamos el relato escogido como tercer clasificado en esta III edición del concurso Libélulas Negras. “Pero Gina tenía un revólver” es un relato cyberpunk con grandes dosis de acción escrito por J. Fragoso.
Es turno ahora para el finalista escogido en segundo lugar: “Córvidan” de Jorge Eloy. Trata de un mundo decadente donde la supervivencia del ser humano está en juego y se decide en pequeños detalles. Pese a que podría situarse en un hipotético futuro, Córvidan es más una fantasía urbana que una distopía tecnológica. Léela ahora antes de que el mundo se vaya al guano y déjanos un comentario sobre lo que te ha parecido.

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CÓRVIDAN
Autor: Jorge Eloy
Blin sujetó con ansia la máscara antigás. Angustiado, apartó la mirada de sus manos oscuras, huesudas, y la dirigió a la ventana. Oteó el fétido exterior a través de los huecos del entablado. Desde el cuarto piso del edificio en el que se encontraba, las brumas amoniacales contrastaban contra el anochecer. Revisó la mochila con paciencia, contando los aceites, ácidos y cuerdas que portaba.
—Toma —susurró una voz rasgada—, la lista de hoy.
Alargó ambas manos para coger el papel con firmeza. Lo desdobló con tranquilidad y comenzó a leer los pedidos. Sin sorpresas, nada que no hubiera traído nunca… Hasta que llegó al final y vio la palabra subrayada: huevos. Tragó saliva.
—Anciano y escuálido, ¿acaso es tu primera vez? —interrogó la vetusta portera del refugio desde la seguridad de su taburete.
—Ojalá lo fuera… Esta podría ser la última —murmuró, atónito ante el pedido.
—Los designios del Espíritu Santo son inescrutables. Si es tu destino volver, ten por seguro que lo harás —recitó, juntando las manos.
—Supongo que tienes razón, siempre he vuelto.
—Esa es la actitud, acércate —ordenó, sacando un tubito de aceite de la manga.
—Vale, pero dese prisa, que se me va la noche —le apremió.
—Por esta unción y por su piadosísima misericordia, el Espíritu Santo te perdone cuanto has cometido por la vista… —farfulló, ungiéndole los parpados caídos.
Siguió recitando la misma frase, variándola para la representación física del resto de los sentidos y untándolos en consecuencia. Sintió un escalofrío cuando le manchó los pies, dándose cuenta de que ella no tenía. Había sido condenada en algún momento a guardar el punto de acceso, para siempre. Aunque, en realidad, era mejor eso que salir.
—Amén —concluyó Blin.
Se embutió en el traje de protección y comprobó todas las costuras al cerrarlo.
La endeble guardiana sacó más tubitos de aceites del cinturón y los mezcló, dándole la espalda. Luego, se estiró hasta alcanzar las bisagras y vertió el mejunje en ellas, embadurnándolas por completo.
Abrió con sumo cuidado el ventanal.
Se recogió el canoso pelo en un moño y se ajustó la máscara sobre las arrugas. Salió al exterior en silencio y pisó fuerte, hundiendo media pierna en el pegajoso suelo blanquecino. Lo mejor era dar un buen primer paso, siempre que se pudiera. Revisó las correas de la mochila y asintió a la portera, que recogía con cuidado el aceite sobrante de la lubricación. Le santiguó a distancia, en silencio, y luego clausuró el refugio hasta el próximo anochecer.
Las calles de Córvidan le dieron la bienvenida, absorbiéndole a cada paso. El bochorno veraniego no le afectaba como al resto de buscadores, que si volvían, lo hacían empapados. Ese calor le traía recuerdos, de cuando vivía en el sur, de cuando tenían vidas normales, de cuando no habían talado los grandes bosques. Eran otros tiempos, donde vivían ajenos a los crecientes cambios de temperatura y despreocupados ante la continua escasez de recursos.
Apretó los puños, anhelando momentos inocentes y sencillos. Por desgracia, esos tiempos ya no existían para la gente de a pie como él. Solo los conservaban aquellos sádicos dispuestos a conquistar y defender los escasos terrenos vírgenes que quedaban repartidos por el mundo.
Limpió la bola traslúcida frente al refugio mientras rememoraba viejos tiempos, quitándole parte del excremento e intentando que dejara pasar la luz de la bombilla sin mucho éxito. Era esencial saber cuál era el punto de acceso, pues todos los edificios estaban igual de cubiertos. La única manera de diferenciarlos era por la altura y, la inmensa mayoría de los que aún no habían sido sepultados, eran de cinco pisos, aunque parecían tener solo uno. Así que el hecho de regresar al punto de inicio, sin ayuda de la luminaria, era algo imposible. Necesitaba esa tenue luz para poder volver, si es que lo hacía esta vez.
Sin más dilación se puso en movimiento, evitando hundirse hasta las rodillas en el fango albino. Avanzó por la amplia avenida, ribeteada de más de esas simétricas bolas que antaño eran farolas. Al llegar al siguiente cruce, alzó la mirada en busca del nido más cercano, pero no encontró ninguno.
Huevos. Le obligaban a traer de vuelta huevos, nada más y nada menos. Ornitofílicos, todos ellos. Así calificaba a los coordinadores de refugio que había tenido la desgracia de conocer. Ni se planteó obtener las bonificaciones del resto de tareas de la lista, y mucho menos el de completarla.
Recorrió en silencio la calle, arrastrándose entre la niebla amarillenta y dejando tras de sí un vaho que destacaba en la noche estrellada. A veces era bueno salir a buscar. No olvidarse de lo que había fuera, para apreciar lo que aún podían vivir dentro.
El silencio era vida, el ruido era muerte. Así era el exterior. En cambio, abajo todo era fiesta y diversión; intentando olvidar lo que no podían revertir. Eran dos mundos aparte, desconectados por completo, separados por metros y metros de desechos aviares.
Más allá del siguiente cruce, vislumbró una silueta entre la bruma dorada.
‹‹Nido››.
La seña del otro buscador removió la niebla. Le gesticuló en respuesta:
‹‹Recibido, voy››.
‹‹Yo también››.
Al menos no era el único desafortunado esa noche. Se encontraron a medio camino, frente a uno de los rascacielos, cada vez más cubiertos de heces conforme pasaban los días. Bajo la máscara, una mirada vivaz de ojos redondeados le escrutaba. Ambos estaban tensos, sin saber si procedían de algún refugio problemático. Poseía una constitución más corpulenta y afeminada que la suya, no podría intentar defenderse de ella si se diera una confrontación. Tras unos momentos de tanteo, se relajó, pues no parecía ser agresiva.
La desconocida esbozó las letras de su nombre con los dedos.
‹‹Celan››.
Blin hizo lo mismo. Estrecharon las manos en silencio. Celan señaló lo alto del rascacielos con mucha efusividad. Demasiada para el oficio. Al menos, si quería ejercerlo durante más de una noche.
Tras rastrear los alrededores, Blin formó la silueta de un pájaro en particular con las manos:
‹‹¿Búhos?››.
‹‹Cero, despejado››.
Blin sacó tapones para los oídos y se los puso. Ante el mínimo ruido estaban muertos, pero, si se daba el caso, lo mejor era sucumbir con el mayor silencio posible. Para descansar en el camino de vuelta hacia las alas del Espíritu Santo. No era la persona más creyente del refugio, pero salir al exterior… Había que llenar esa quietud con algo. Aunque fuera con la religión.
Avanzaron a paso lento, siempre seguros. Celan lideraba, puesto que ella era más grande y dejaba un mayor surco en el suelo. Al llegar a las ventanas del edificio, limpiaron en silencio las juntas. Al rato, levantaron los pulgares, alegrándose de que no estuvieran tapiadas. Blin sacó un tubo y lo salpicó contra el cristal, agujereándolo y disolviéndolo. Metió la mano a través de la ventana y tiró del pasador que la mantenía cerrada.
Celan se deslizó la primera y oteó la polvorienta habitación. Miró su lista y fue a vaciar armarios y estantes por todo el salón. Mientras, Blin entraba con dificultad. La vio perderse tras una puerta y suspiró. ¿Tan difícil era ir despacio? Se centró en sí mismo, en las sensaciones. Le producía un tremendo alivio volver a pisar suelo sólido después del repugnante fango de la calle. El hecho de no tener las piernas aprisionadas se sentía liberador, en cierto modo. Pero no se recreó mucho más, sabiendo que la noche era finita.
Solo necesitaba volver a entrar al refugio, con vida; y para ello le exigían huevos. Que señalaran algo de la lista era lo habitual, pues convertía a ese objeto en una tasa de acceso; y, a la vez, en una sentencia. Si era fácil de obtener, apenas tenían que enfangarse. La mayoría de buscadores subsistían gracias a los pedidos sencillos. Pero le habían subrayado huevos. Ni conservas, ni semillas, ni aceites. Huevos. Lo más complicado de conseguir. Así que optó por no esperarla y recorrió el pasillo, hasta llegar a la puerta del piso. Lubricó las bisagras y la abrió con delicadeza. Daba a un espacioso rellano que conectaba con una escalera central. Se asomó por el hueco y miró hacia abajo.
Ilusionado, vio como las heces llegaban hasta el tercer piso, un par de metros por debajo del que saqueaban. No era un nido de los más antiguos, donde podían desbordar el mismo edificio por el tejado. Ya lo decía el refrán: “Cuanto más viejo el nido, menos hueco limpio”. Giró la cabeza y miró hacia arriba. Pudo ver una creciente acumulación de ramas.
Un leve tirón de la manga le aceleró el corazón. Celan le observaba con el pulgar en alto, como si nada pasara. Ya tenía una edad, no estaba para esos sustos.
‹‹Piso diez, nido —esbozó, intentando tranquilizarse—. Ramas.
Peligro››.
‹‹Entendido››.
La buscadora echó a andar hacia la escalera. La detuvo a duras penas, con su raquítico brazo sufriendo por el esfuerzo.
‹‹Yo delante››.
Ella asintió, confundida. Blin no pensaba dejar que esa juventud que exhibía les sentenciara por un mal paso. No había nada peor que adentrarse en un nido. A no ser que alguien saliera durante el día en verano, por el simple hecho de querer acabar con su vida. Esto era algo que sucedía demasiado a menudo, más de lo que era aceptable, tanto en lo social como en lo religioso. Sin embargo, nadie hacía nada al respecto. Estaba normalizado.
Blin se adentró en la escalera y ascendió. Paso a paso, escalón a escalón. Metódico y precavido. Explorando cada palmo. Señalando a Celan los posibles ruidos, los probables focos de futuros problemas. Cuando llegó al siguiente rellano, le tiró de la manga de nuevo, poniéndole en alerta. Subiéndole el pulso. ¿Habría pasado algo por alto?
Gracias al Espíritu Santo, solo era Celan llamando su atención. Le señalaba con ímpetu las puertas cerradas.
‹‹Explorar››.
‹‹No. Coger huevo, escapar››.
A veces echaba en falta la voz en momentos así, pero recordaba lo que les rodeaba y se resignaba rápido a la situación. Las discusiones tendrían que esperar.
‹‹Yo explorar —insistió, asintiendo con fiereza››.
Con esa efervescente mirada tras la máscara, Celan le retaba. La rebeldía de la juventud surgía siempre, incluso cuando la humanidad ya no dominaba la superficie. Estaba en sus manos la supervivencia de la especie y se empeñaban en tirarlo a la basura por unas bonificaciones antes del amanecer.
‹‹Entendido. Tu explorar, yo escapar››.
Dio la vuelta y comenzó a descender. No pensaba arriesgarse, ni tentar al destino. Buscar piso por piso era lento y tedioso, aparte de repleto de peligros. No sabían si habían anidado tras las puertas, no bastándoles con el hueco central. Tampoco conocían los edificios en sí, puesto que ya no les pertenecían. Eran propiedad de la migrante naturaleza, que hacía con ellos lo que quería.
Celan le adelantó, temeraria, y se plantó delante de él. Le dio un vuelco el corazón. Se asomó por el hueco. Ningún movimiento. Todo en orden, de momento. Blin esbozó un interrogante en el aire, exigiendo saber por qué les había puesto en peligro.
‹‹Tu antiguo, tu líder —gesticuló, encogiendo los hombros››.
La juzgó durante un buen rato, sopesando si merecía la pena el riesgo después de la actitud que había mostrado. Lo cierto era que se veía reflejado en ella. No solo de manera figurada, pues los cristales de la máscara le enseñaban sus propios ojos, tan amarillentos como la niebla del exterior. Vivían de oportunidades, y él no era nadie para negarle el segundo intento que le pedía. Así que asintió despacio y le respondió:
‹‹Comprobar mochila››.
Ella inclinó la cabeza, dudando. Quizás fuera su primera búsqueda después de todo, tampoco es que le hubiera preguntado. Le insistió y ella lo hizo. Al abrir las correas, observó que una estaba medio suelta y se la señaló. Era normal que ante movimientos bruscos las cosas no estuvieran tan sujetas como deberían, más aún cuando estaban acostumbrados a la lentitud y el silencio. Atónita, la afianzó bien y comprobó el resto. Al terminar, Blin reanudó la búsqueda.
Muchos escalones después, consiguieron alcanzar el octavo piso. Un milagro asomaba en forma de ramal, sobre el hueco central de la escalera. Decenas de huevos al alcance de la mano. No tenían que adentrarse más en el nido. Sin duda, este era el destino que le había estado guardando el Espíritu Santo. Era un suceso rarísimo que la bandada no pusiera a buen recaudo su descendencia, en la parte más alta del edificio. Se santiguó con respeto y delicadeza. Celan le imitó, con vehemencia.
Detuvo a la muchacha antes de que se moviera más de la cuenta e inspeccionó bien el hueco, cada vez más cauto. En el noveno piso dormitaban palomas, cientos de ellas. Arriba del todo, en el ático, destacaba una mota negra entre el paisaje blanco y emplumado. Se le erizó la piel.
‹‹Un cuervo —Las manos le temblaron al formar el pájaro—.
Cuidado. Extraer››.
Celan asintió con lentitud mientras abría la mochila para ir depositando los huevos. Blin alargó una mano y los fue cogiendo uno a uno, con el corazón restallándole en el pecho. ¿Podrían los latidos despertarles? No quería saber la respuesta.
Unos largos y tediosos minutos más tarde, se repartieron los huevos a partes iguales. Había dejado uno en el nido, pues no podían cocinarlo y dividirlo para ser más equitativos. Además, serviría como ofrenda al Espíritu Santo por ese regalo que les había hecho.
Cerraron las mochilas y se despidieron.
Ella miró de nuevo su lista, en busca de más cosas. Eran muy valientes los jóvenes, lo sabía bien. Él mismo había sido temerario y aventurero en otros tiempos, en diferentes lugares. Celan se acercó a la puerta derecha del rellano y la lubricó, moviéndola con cuidado, ante la atenta mirada de Blin, que ya había iniciado el descenso por las escaleras.
De repente, la buscadora se asustó. Trastabilló hacia atrás y le indicó que corriera. Por el resquicio que había abierto asomaban ramas rotas.
Un creciente bullicio de gorjeos provenía de la puerta, atravesando la escasa protección que ofrecían los tapones. Apurado, abrió la mochila y rebuscó dentro. Celan hiperventilaba, empañando la máscara. La ofuscada joven se levantó e intentó cerrar la puerta. Solo consiguió armar más jaleo. El bullicio se convirtió en retumbar. Decenas de plumas caídas comenzaban a arremolinarse, fruto del aleteo de muerte que había despertado.
Blin sacó una de las cuerdas y la ató a la barandilla como pudo, saltando por encima con torpeza. Se deslizó por el improvisado rápel, quemando los guantes del traje, y luego sus propias manos. La chica no le seguía, y hacía bien, pues no tenía ningún plan. No existía manera de sobrevivir. Una vez despertabas un nido, estabas perdido. Tampoco conocía forma de frenar el descenso. Nunca había usado así las cuerdas. Se soltó antes de llegar de tiempo, incapaz de soportar más la quemazón.
Alcanzó el suelo. Zambulléndose en el fango hasta el pecho, mientras gritaba a través del reverberante eco de la máscara. Sintió como los huevos se quebraban, al igual que sus piernas. El dolor le recorría todo el cuerpo en oleadas, resquebrajando su anciana mente. Luchando contra los descontrolados nervios y con el corazón aceleradísimo, se hizo hueco en el suelo y se sentó como pudo, probando a ocultarse. Se desgarró los brazos al intentar mover la masa pegajosa en vano. El pringue blanquecino se coló por los rotos del traje, llevándole a alcanzar nuevos niveles de ardor. No iba a poder ocultarse bajo las heces. Adoptó una posición fetal y rezó. —¡Espíritu Santo! ¡Espero que tengas algo mejor guardado para mí! —bramó, reverberando en el interior de la máscara—. Nunca te he fallado, siempre he cumplido con todas y cada una de mis obligaciones y deberes. ¿Dónde está ese destino que me guardabas con tanto secretismo? —imploró, alzando la mirada.
Los pájaros descendían en picado hacia él desde lo alto del rascacielos. La bandada se engordaba con cada piso que dejaba atrás. Cerró los ojos, aceptando su destino. Al menos, lo había intentado. El espíritu de supervivencia seguía ahí, latente. A pesar de la vejez, después de todas las desgracias.
Un grito humano rasgó la tormenta de graznidos. De la marea blanca surgió un bulto sanguinolento. El rostro de Celan se estampó sobre él, observándole. Borboteando sangre por todos los orificios. Desprovista de máscara, con los ojos comidos y la piel arrancada. Tapando el hueco con la expresión vacía, remanente de la torpeza que había cometido. Era irónico que la juventud pagara por los errores de su generación, avisados tiempo atrás. Sin embargo, fue ella la que pecó de impaciencia. La que desprendía confianza y avaricia, incluso muerta.
Lo tenía claro. No había vivido tanto para morir así. Aguantaría hasta el próximo anochecer. Volvería al refugio. Aunque tuviera que esquivar a un cuervo y mil palomas. Aprovecharía la ocasión, bajo la atenta mirada de la muerte.
Cerró los ojos y juntó las manos, quemadas, agradeciendo la oportunidad que le había brindado la torpe buscadora. Una vorágine de dolor y ardor le colmaba el cuerpo. Por primera vez sintió esa pasión de la que tanto hablaban los más creyentes, ese fervor en su interior que le arrancaba la oración de los labios.
—Piadoso Espíritu Santo, concédele descanso eterno. Más ahora, que servirá de alimento para tus enviadas, las palomas —recitó entre susurros, lamentando no poder cerrarle los ojos.
Y esperó. Envuelto en sangre y defecaciones, amparado por promesas y oraciones.
FIN
Biografía

Jorge Eloy nace en Cartagena en 1997. Desde siempre lector, pero en 2020 desarrolla un creciente interes por la narrativa y, finalmente, da el salto a la escritura. Actualmente está escribiendo su primera novela de fantasía mientras crea relatos para convocatorias de diversa índole. Pueden encontrarlo en Twitter como @dielgos_
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