El reto de escritura del relato-putada en el mes de abril, está dedicado al apocalipsis. Estos son los tres relatos escogidos como finalistas:
Relato-Putada #04 – Apocalipsis
McCARTHY NUNCA LO HIZO
Dr. Irreverente
Las noches se hacen largas y tediosas. Las pesadillas recurrentes nunca ceden, son indestructibles, perennes. El silencio es tan profundo que aún puedo escuchar las explosiones con las que empezó todo. En cuestión de meses la gente fue desapareciendo. Y nadie supo realmente nada porque las emisiones de radio y televisión dejaron de emitir casi desde el minuto cero. Somos unos ignorantes, dependíamos tanto de la información exterior. Una lástima.
Pero ella lo sabe todo. Siempre fue así. Es demasiado lista como para morir o ceder en el empeño. Hablo de mi única compañía. Que no podía ser otra persona. Después de lo que pasó entre nosotros, y de lo que hice, ahora la tengo que ver día tras día, con su cara de odio.
Se empeña en repetir que fueron ataques nucleares masivos. El día del juicio final. Es una especie de Sarah Connor venida a menos. Odio tanto estar con ella, no la soporto. Pero la soledad me supera aún más. El silencio. Ese vacío que lo llena todo. Supongo que a ella le pasa lo mismo, por eso se agarra a mí como a un clavo ardiendo, a regañadientes, maldiciendo mi presencia en su vida.
Me es inevitable, desde que encontré aquel ejemplar de The road, lo leo cada noche, como si fuese mi biblia, y luego tiemblo mientras busco su calor, el de ella, que me odia mucho más que nunca. Somos nuestra propia maldición. Si Cormac levantase la cabeza seguro que escribía una novela con todo esto. Pero está muerto, igual que todo el réprobo mundo que dejamos atrás de forma inevitable.
A veces la sorprendo mirándome. No sé si quiere matarme, todavía me ama o siente una profunda indiferencia cuando se da cuenta de la persona que tiene delante. Supongo que no tiene intención de acabar conmigo, solo lo piensa. Me necesita tanto como yo a ella. Caminar entre los escombros de lo que fue nuestra civilización es algo que no se puede hacer solo.
Al margen del insomnio que me provoca su mera presencia, hay algo que empieza a perturbarnos. Se trata de unos extraños sonidos difíciles de clasificar. Por momentos aleteos, el crujir de pequeñas mandíbulas. Como cuando dos cucharas chocan entre sí.
Ella hace el amago de abrazarme cuando lo escuchamos, pero nuestro pasado manda y enseguida se aleja de un modo resentido. Lo sé porque me pasa lo mismo. Nuestra relación es irreconciliable.
A veces pienso en el gentío. Lo fácil que era esquivar a alguien o pasar de largo. El ruido de los coches. Los escaparates. Todo ese alboroto de la gran ciudad. El piar de los pájaros. Los gatos pululando por entre los contenedores. Ladridos de perro. Nada de eso existe ya. El mundo es un invernadero gigante en el que cada vez hace más y más frío. Un invernadero lleno de muerte y escombros.
Hoy hemos pasado por una guardería. Los coches repletos de cadáveres. Niños convertidos en pasado. Padres y madres resecos por el paso del tiempo. Todos muertos. Rancios. Ennegrecidos. Sin ojos. Carentes de rostro, irreconocibles.
Pasamos las horas muertas caminando. Sin hablar. Buscando latas de conserva y haciendo fogatas furtivas para calentarnos la comida y no morir congelados. Estamos dentro de un colegio. Hemos pensado que era el mejor sitio para pasar una par de días.
Ella está delgada. Cada vez más. Tiene mala cara. Ojeras negras. La piel curtida por el viento, bajo su criterio, radiactivo.
La fabada litoral tiene buen sabor. Me falta el pan recién hecho y el calor de una buena calefacción, pero no puedo pedir más. Estoy vivo, y con eso me basta.
La miro de soslayo. Ni por todo el oro del mundo volvería a mantener relaciones sexuales con ella. Me niego. Aunque fuese mi último hálito de vida el que me lo rogase. Ni estando fuera de mis cabales. Solo la soledad manda en estos momentos. Nada más. Estamos juntos para no perder la cordura.
Escucho ese ruido otra vez, y la despierto asustado. Ella me mira. Le hago un gesto de silencio. La digo que no se mueva, pero que siga atenta. Me levanto e inspecciono el colegio. No tengo ni idea de la hora que es ni me importa.
Los pasillos son interminables, y el aleteo cada vez está más cerca, solo que nunca llega. Chequeo las aulas. Miro bajo los pupitres. En los cajones de las mesas. En uno de esos cajones encuentro una navaja automática que algún profesor quitó a un alumno y me la quedo. La abro y sigo avanzado hasta llegar al origen del ruido.
Parecen bichos, pero no lo tengo claro. Por las sombras que proyectan entiendo que son grandes. Nada visto hasta ahora. Solo sé que lo que sea está vivo, y no está solo.
A los pocos segundos salgo corriendo y no paro hasta llegar a la cocina del salón de actos. Agarro las cosas esenciales y las meto en la mochila. Le digo que nos vamos cagando hostias.
Caminamos durante días pensando que esas cosas existen. Ella tiene una decena de hipótesis y no deja de exponerlas sin parar. Entre ellas, dice que me dejé llevar por el miedo y la paranoia y que en realidad allí no había nada. Aunque la odio y repudio, reconozco que puede tener razón.
Pese a todo, solo paramos a comer. Ni siquiera hacemos fuego, por si acaso no es paranoia y en realidad hay algo vivo y repulsivo a nuestro alrededor, algo con hambre.
Nos limitamos a vagabundear sin rumbo fijo, sin un plan establecido. Su idea es llegar hasta el mar. Allí tiene que haber gente, eso piensa. Y yo no tengo otra cosa que hacer. Ni siquiera sé por qué empecé a caminar sin parar. Supongo que fue la falta de alimentos. El miedo a morir como el resto de personas.
Ahí están de nuevo los ruidos. Me levanto y la despierto. No son irreales. Están ahí. Ella se levanta e insiste en acompañarme. Lo gracioso es que yo no he dicho nada. Recogemos un poco nuestras cosas y avanzamos por los pasillos del edifico donde nos encontramos. Bajamos hasta el sótano, otra vez en penumbras.
Un pegote de escombros se cae del techo y nos pega un susto de muerte. Llevamos un par de hachas de podar en la mano. Ella lleva la antorcha. Aun así nos asustamos.
Los aleteos emergen del aparcamiento. Y ahí están las sombras. Idénticas a las del colegio. Nos miramos y tragamos saliva. En sus ojos noto el odio. Ella desea que me acerque a esas cosas y me deje comer, o lo que sea. Siento miedo, un terror que atenaza mis músculos.
Me asomo por una columna y las veo. Joder. Son enormes. Y se están comiendo dos cadáveres resecos. No sé si pueden verme, pero me sienten y vienen hacia mí. Ella es mi único parapeto. La agarro y la pongo delante. Ahora estoy seguro de que me cree.
En un impulso homicida intenta quemarme con la antorcha y darme con el hacha en la cabeza. Pero falla.
No me deja otra opción. Se trata de supervivencia. Así que le doy un cabezazo y una patada en el pecho. Luego la empujo contra ellas, que no dudan en agarrarla y empezar a comérsela viva. Solo me queda huir, dejar atrás todo y encontrar auxilio en una zona marítima. Supongo que esto solo acabar de empezar.
KING OF THE HILL
Francisco Santos Muñoz Rico
Lo sé, lo sé, debí avisarte. Una carta, un mensaje en el contestador, un puñetero texto de whatsapp. Pero no se me dan bien las despedidas, lo siento. No me mires así, esas cosas no son lo mío, ya tendrías que saberlo. Al fin y al cabo, compartimos dos largos años de nuestras vidas. Fue un infierno, sí, pero has de reconocer que tuvimos buenos momentos, al menos al principio. El sexo funcionaba, era salvaje y adictivo, eso tengo que concedértelo. Aunque duró poco. Después, ya sabes, la rutina. Y las peleas. Nunca soporté tus rabietas, no se puede culpar a nadie por que se ponga a llover. Deberías haberte guardado los insultos, solo lograron convertirte en una nube oscura. En fin, ya ves que no sirvió de nada. Poco importa ahora.
No quería decírtelo, pero desde que volví a verte hace una semana algo se encendió dentro de mí. Empecé a recordarlo todo. Todo. ¿Sabes?, mi mente borró nuestro romance cuando pasó toda esta mierda. Los últimos días contigo fueron tan insoportables como la peor de las tormentas, por suerte el cerebro tiende a quedarse con las primeras gotas de lluvia y eliminar lo demás. Siempre que sobrevivas, claro. No quiero volver a pasar por ello, y tampoco es justo que tú lo hagas. Ya tuviste tu castigo.
Y ahora estás aquí. No te reconocí hasta que me preguntaste si yo era real, supongo que tú a mí tampoco. Tu cuerpo está tan delgado y consumido… ¿El mío también? No sé, cuando aparece mi reflejo en alguno de los escaparates que se mantienen en pie, no me disgusta lo que veo. This vagabond shoes. Pero, reconócelo, mi rostro es menos huesudo que el tuyo, ¿a que sí? Y me encanta el brillo de mi piel, mucho más luminoso que tu color ceniciento y tristón. Seguro que, en aquella época, te habría molestado por las noches mi maravilloso resplandor. No te hubiera dejado dormir, lo sé. Y yo me habría preocupado, siempre tan pendiente de tu bienestar. ¡Qué esclavitud, cariño! Con lo bien que sienta ser libre. He de confesarte que antes de que llegaras me gustaba pasear en cueros por este desierto, correr por lo poco que queda de la Quinta Avenida cantando el New York New York de Sinatra a gritos y fantaseando con que alguien me viera y decidiera acompañarme en mi ruidosa fiesta personal. ¿Quién me iba a decir que serías tú? Es de locos. Joder, ni en el puto fin del mundo me dejas en paz.
Debí despedirme, lo asumo. Pero el odio es poderoso, y es fácil dejarse llevar. Ni siquiera te he preguntado cómo lo pasaste, cuánto te costó recuperarte de la estocada que le di a tu orgullo. Espero que mucho. Lo siento, soy una persona rencorosa. Me llevaste al límite, me arrastraste por el fango, me sacaste la piel a tiras. Y yo me la comí, limitándome a masticar la venganza. No podías concebir que yo te abandonara, así que hacerlo en un día tan señalado fue para mí como tener un orgasmo de los de aquellos primeros meses. Me dio pena no poder ver tu cara en ese momento, me hubiera gustado.
Dime, ¿te gusta mi nuevo hogar? Es muy espacioso, ¿verdad? Todo un centro comercial, entero para nosotros. No atraviesa su mejor momento, eso es evidente, pero, si me permites el comentario, tú tampoco. Aquí no me aburro, todavía queda comida en conserva, hay colchones bastante cómodos y apenas hay muertos. De vez en cuando hurgo entre la ropa desperdigada y empiezo a probarme prendas descoloridas hasta que encuentro una que me convence. Todavía tienen la etiqueta con el precio. ¿Ochenta y cinco dólares por un jersey de lana? Menudo chollo. Top of the list. Aunque lo mejor es el panel. Cuatro por cuatro pantallas, cada una de cien pulgadas, retransmitiendo en bucle. Nunca me pierdo el programa, empieza dentro de poco.
Estos días he visitado los lugares a los que solíamos ir. Al recordarlo todo, he sentido la necesidad de hacerlo. No te quejarás, es un gran homenaje. El parque donde nos conocimos es ahora una montaña de cuerpos renegridos y esqueletos de todos los tamaños. Imagino que los acumularon allí antes de darse cuenta de que no había nada que hacer. Ya no existe el color amarillo, todas las flores están muertas. This little town blues. El aeropuerto es todavía mejor. Cómo nos gustaba pasar la tarde encandilados con los despegues y aterrizajes de aquellas máquinas, ¿te acuerdas? Es de lo poco que disfrutaba contigo. Me sentía en paz bajo el rumor de las turbinas, era como estar en el fondo del mar. Hoy, las grandes pistas están tomadas por las cucarachas. No sé de qué se alimentan, pero corretean por allí formando un verdadero río. Me embobé observándolas, es un espectáculo hipnótico. Ahora que lo pienso, debí invitarte a venir, te hubiese gustado. Y llega la gran sorpresa, prepárate. Esta mañana he ido a la casa de tus padres. No dices nada, ¿eh? No, no los echaba de menos. Tan solo quería comprobar que esos dos tiranos hubieran disfrutado de un final merecido. El techo se ha derruido en varias partes, como en casi todas las casas del barrio, y la madera está podrida e invadida por la vegetación, así que he tenido que entrar con mucho cuidado. Aun estando irreconocible, pisar la casa otra vez me ha provocado el mismo malestar que me atacaba cuando íbamos de visita. Algo cercano a la náusea. Pues bien, no te lo vas a creer. Tu madre estaba tirada en mitad del salón, parecía una alfombra. La sangre reseca la mantenía pegada al suelo, y tenía un enorme boquete en medio del cuerpo. Bueno, en realidad no se podía llamar cuerpo a eso, tan solo era un amasijo de piel curtida, como si estuviera cocinada, y huesos que parecían florecer desde un césped amarronado. La he reconocido por los trozos de ropa que todavía aguantaban enteros. ¡Llevaba puesto el vestido que se compró para nuestra boda! Alégrate, al menos llegó a estrenarlo. Tu padre seguía sentado en la habitación. La mitad de su cabeza era una pintura abstracta en la pared. Are melting away. No me pareció una mala decoración. Había una escopeta junto a sus restos. No le creía capaz de echarle huevos. Brindaré por él esta noche.
¿Eso es una lágrima? Joder, pensé que ya eras un cadáver. Me asombra tu resistencia, apenas te queda pellejo sobre los huesos. Los muslos estaban ricos. No sé si tendrán mucha proteína, pero hacía tanto que no probaba la carne… Supongo que todo es cuestión de suerte. Algo nos ha hecho llegar hasta aquí, solos tú y yo. Como cucarachas. No te lamentes, lo pasado, pasado está. Ya me has perdonado, lo veo en tus ojos ciegos. Yo también te perdono. Y, ¿quién sabe? Quizá veas a tu padres muy pronto, consuélate con ello.
Creo que volveré a visitar el aeropuerto para contemplar el río negro. Y tal vez algún día decida sumergirme en sus aguas. Pero es la hora. ¡Va a empezar el programa! Sospecho que es la radiactividad la que hace que las pantallas sigan emitiendo. Tú y yo debemos seguir vivos por lo mismo, los destellos de mi cuerpo son una señal. Ha sido una desafortunada casualidad que me encontraras, solo eso. Mira, ahí está de nuevo. La cara del presentador es un poema, pero los hongos son una maravilla. Al principio echaba de menos el sonido; sin embargo, el silencio le da un aire de religiosidad al vídeo, es presenciar un acto de fe. A cámara lenta son lo más hermoso que he visto en mi vida, ¿no crees? Menudo regalo del cielo. Parecen soles nacidos de la ciudad, alimentándose de nosotros y creciendo para invadirlo todo. Nunca pensamos que llegarían aquí, hasta que lo hicieron y, dios mío, su belleza me arrebata y me dan ganas de gritar a pleno pulmón. Solo quiero volver a verlos una y otra vez, bañarme en su amarillo, alzar los brazos para convertirme en uno de ellos, I want to be a part of it, y vivir para siempre en su gloriosa y sagrada mudez nuclear.
YO Y ÉL
José Luis Pascual
Nunca he sido mal hablada. Pero, ¡mierda!
Es que parece que ha llegado el puto fin del mundo, el jodido apocalipsis, el maldito Día del Juicio Final, el Hijo de Puta Definitivo: Armagedón. Aunque no es algo que me impresione especialmente, tengo otros asuntos en qué pensar. Lutero equivocó sus predicciones solo por unos cuatrocientos y pico años de nada.
¡Ja! Si la madre superiora me oyera hablar de Lutero, menearía la cabeza como diciendo “ay, pobre desdichada”. La madre superiora, como todas las monjas del convento excepto Sor Soledades, era una mala puta con un crucifijo metido en el culo. Ahora debe ser una momia apergaminada o simplemente ceniza, justo lo mismo que el resto de la población mundial, imagino (aunque no lo sé), excepto yo. Bueno, excepto nosotros, yo y Él. Y ahora, de la madre superiora hablo todavía, no podría decirme que si había decepcionado a Jesús, que si Él estaba triste, y esas otras sandeces con que me acribilló.
Procuraré contarlo en orden, aunque aviso (no sé a quién) de que padezco cierto desorden mental que me impide tejer una historia como es debido, como me enseñaron en el cole: planteamiento, nudo y desenlace. Este desorden hace que más bien mis intentos de escritura se correspondan con este otro esquema: cosas que no vienen a cuento, maraña y abandono.
Fueron mis padres los que me metieron en el convento, según ellos para alejarme de las drogas y acercarme a Dios, como si no fuese este, Dios, una droga como otra cualquiera. Lo gracioso es que yo, entonces, ni siquiera tomaba drogas: luego vieron que se trataba de esto de lo que ya he hablado, el trastorno disociativo. Así que ni me alejé de ninguna droga ni me acerqué a ningún fantoche mágico con barbas y sandalias. Lo que sí me pasó es que les cogí una tirria insoportable a todas las malas putas monjas, al catolicismo, a la iglesia y a sus muertos crucificados. Ah, sí, y que un endogámico y mojigato católico recalcitrante me violó. Pero de eso no quiero hablar. Solo diré que se trataba del jardinero del convento, el único hombre que entraba a sus anchas allí; bueno: además de unos cuantos curas (que estaban también todos salidos como cabrones satánicos).
La cosa es que ese mal nacido, en cuanto me vio entrar, me dijo (tengo esas palabras memorizadas como estigmas): ¿sabes que a las monjitas las llaman las novias de Cristo?
Ya ese primer día, estoy segura de ello, sabía lo que iba a hacerme, lo sabía muy bien, y seguro, también, que no solo me lo hizo a mí. Yo solo fui su última víctima.
Me siguió diciendo lo de las novias de Cristo en diversas variantes, sin parar, sin venir a cuento, sin medida; me lo repetía cada vez que me veía, indiferente a mi indiferencia.
Pero quería explicar cómo llegué aquí, a este búnker antinuclear que me ha permitido hurtarme a la devastación apocalíptica de afuera.
Después de salir del convento y ser tratada por sicólogos, siquiatras y médicos, fui de nuevo enclaustrada (y de nuevo por mi bien, eso dijeron) en un manicomio (nadie lo llamaba así, pero no era otra cosa), en el que, por suerte, ni se hablaba de Dios ni había jardinero. Aunque la cosa es que sí que tenía, digamos, un toque católico este antiguo hospital: el nombre: Padre Gilabert Jofré. Pero nada más, aunque al principio me sonaba esto como un pésimo augurio. Se trataba de un edificio construido a finales del siglo XIX, y que había sido usado como hospital, como sanatorio, como cuartel de diversas guarniciones en distintas guerras, y, creo, como centro de espionaje en la guerra civil y puede que en la segunda guerra mundial. No voy a hacer de historiadora porque no lo soy, pero lo que sí soy es muy curiosa: me fijo en todo. Y he aquí que me fijé en la disposición de las puertas de la planta del sótano, que en sus cuatro vertientes era idéntica a excepción de en cierto lugar, entre una puerta que daba a un almacén y otra que a una estancia cerrada. Se veía que allí entre esas dos puertas faltaba otra. Pero claro: ¿y si —pensé— la habitación cerrada es el doble de grande que las demás, y por eso hay solo esa entrada? (Todo esto era mientras yo ya andaba como Perico por su casa por el manicomio, unos dos años después de haber entrado, era una loca ejemplar a la que le quedaban solo unos meses para salir al mundo. De lo que pasaba allí afuera, en el mundo, no tenía mucha idea: una guerra entre dos países lejanos que nadie pensaba que fuese a terminar así). Tenía que entrar y comprobarlo.
No fue difícil forzar aquella puerta y entrar en ese cuarto clausurado, lo difícil fue escuchar una voz humana allí en la oscuridad, una oscuridad polvorienta de años. No debía, ni podía, haber nadie. Pero en el momento que crucé desde el pasillo iluminado a la estancia en tinieblas, una voz conocida, desde el fondo impenetrable, dijo: ¿sabes que a las monjitas las llaman las novias de Cristo?
Creí haberme librado de él hacía tanto tiempo. Y allí estaba, en el sótano de un manicomio, en una habitación en la que nadie había entrado tal vez en cincuenta años. Qué horribles pueden resultar ciertas vivencias, que no se acaban con el tiempo como todo lo demás.
Después de que me sucediera aquello en el convento, algo tomó el control, algo que no era yo, estoy segura. Las posesiones son tan reales como los fantasmas.
La Hermana Soledades supo lo que me había pasado nada más verme. Yo trataba de ocultarlo, pero sentía que lo llevaba escrito en la frente. Para entonces no era aquella frase de las novias del maldito jardinero la que me martilleaba, sino la que usó después, justo antes de callar y agarrarme. Dijo: pero Él no es nada celoso.
Lo advertí, no sé dotar una historia de sentido, y al releerlo todo veo que tal vez solo entienda yo la sucesión de acontecimientos. Pero estoy sola, al cabo, nadie más lo va a leer. Bueno, no, estoy con Él.
La Hermana Soledades supo, decía, lo que había pasado nada más verme. Me dijo que iba a orar. Yo pensé que todos (incluso ella, que tan cabal me pareciera hasta entonces) estaban locos. ¡A orar! Pero no: creo que ella quería que fuese yo la que orase, digamos, la que meditase; o acaso que me tranquilizase un tanto, no sé.
A los tres días, Sor Soledades entró en mi celda apretando un precioso crucifijo contra su pecho y dijo (otra frase que se me quedaría enredada entre dendritas): Él te ayudará. Ofreciéndome el talismán. A pesar de ser tan curiosa tardé un buen rato, aquella noche, en darme cuenta del botoncito, del resorte, del cuchillo: se trataba de una navaja.
El resto es fácil de imaginar: le ataqué por la espalda, le acuchillé medio centenar de veces. Intenté castrarle, pero eso quedó a mitad. Me detuvieron, fui declarada mentalmente inestable, bla, bla, bla. Y en el fondo lo creí todo superado, me pensé más fuerte de lo que era. De veras creí que el manicomio iba a ser un mero trámite. Hasta que volví a escuchar esa voz turbia.
Cuando empezaron a retumbar aviones y bombas, cada vez más cerca; cuando prácticamente ningún médico, enfermero ni celador fue a trabajar; cuando el director informó por megafonía de que las puertas del sanatorio quedaban expeditas para quien quisiera trasponerlas… supe que todo se iba a la mierda allá afuera, en el mundo. Y algo dentro de mí, eso que me poseyó con divino furor al descubrir que el crucifijo era una navaja, me dijo: baja ahí y enfréntate de nuevo con ese hijo de puta. Y así hice.
Pero no llegué a aquella habitación, sino que paré donde pensaba que faltaba una puerta y he aquí que otra voz me llamó desde detrás de la pared, pero esta no me asustó en absoluto: me reconfortó. Sabía de quién se trataba, era Él, mi único amigo. Jesús. Alma de afilado acero.
No tardé en encontrar algo que me serviría de maza, una bombona de oxígeno de buen tamaño y, como si estuviesen mis movimientos orquestados por una voluntad omnisapiente, todo se desarrolló con gracia, no sé, con elegancia, como si se tratara más de una coreografía que de los movimientos de una loca rompiendo un muro. Allí hubo, en tiempos, efectivamente, una puerta; y luego una escalera, y luego: este búnker, provisto de aparatos que me dan aire que respirar, luz eléctrica, latas de comida, agua, algunos cachivaches (libros, adminículos de otro tiempo para hacer gimnasia…), y al fondo del todo, colgado en la pared con los brazos extendidos y la cabeza gacha: Él, mi, podríamos llamarlo, ex novio.
Y ahora sé que cerca, al otro lado de este muro de hormigón y plomo, en aquella habitación oscura, está ese fantasma de aquel hombre que maté. Y sé que tarde o temprano hallará forma de entrar.
Jesús está conmigo; y su afilada alma de acero. Sé que lo que hice otrora podré repetirlo. Ahora vuelve a ser mi novio, sí, y no va a permitir que ese cerdo me toque de nuevo.
Ya escuchamos su asquerosa voz horadando la pared y el vacío: ¿sabes que a las monjitas las llaman las novias de Cristo?
Lo sé, hijo de puta. Respondemos al unísono.
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Está reñida la cosa, muy buenos los tres.
Gane el que gane todo queda en familia. 😂
Iba pensando que el de Franky me gustaría más, como es habitual, pero el de José L Pascual me ha encantado!!! Sin desmerecer a Fran ni al dr Irreverente
King of the Hill. El que más me ha gustado, con diferencia.
Son geniales los tres, la pena es que cuando acabas de leer el tercero, del primero ni te acuerdas. ¿Dónde se vota?
Hola! una alegría saber que te han gustado. En nuestra cuenta de instagram (@espiademonios ) hemos habilitado una votación que encontrarás en las historias.